ComunalidadCalcuta, un refugio para los desposeídos

Calcuta, un refugio para los desposeídos

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Karen Rojas Kauffmann y Linares @karenrojask / Fotografía: Antonio Mundaca

Tuxtepec, Oaxaca.- Poco antes de las nueve el albergue es una madriguera tibia, una guarida cavada en lo profundo de la noche. Es miércoles y la temperatura roza los 40 grados. Entre la humedad, el dolor y la angustia del cuerpo devastado, en el Hospital General de San Juan Bautista Tuxtepec no hay lugar para nadie. Saturado en un 270 por ciento, el hospital mitiga desde hace 39 años la salud de los habitantes de la Cuenca del Papaloapan, que ante la amenaza del cuerpo enfermo o mutilado, recibe una legión de indígenas chinantecos y mazatecos que arriban a la cabecera municipal en busca de un remedio que sane sus heridas.

Así llegó Luis, un joven enjuto y moreno de apenas dieciséis años con un hoyo negro y profundo en el cráneo, una fractura severa por donde se le escapa la luz del día. Luis Lorenzo Arenas es el hijo mayor de Carlos Lorenzo. Un campesino de cuarenta y tantos años quien para engañar al hambre pizca hule en un pedazo de tierra prestado en El Cedral, y que con apenas 500 pesos al mes es la estructura ósea, la columna vertebral que mueve y da soporte a su familia.

“El chamaco no reacciona. Lo trajimos el lunes a las tres de la mañana”, me dice su padre con la mirada curtida por el sol y el cansancio, y cuyo olor me recuerda al sabor verdoso de las piedras sobre la orilla del río.

Luis no habla, apenas mueve los ojos. Mientras el joven espera ser trasladado a la ciudad de Oaxaca por la gravedad de sus heridas, Carlos -que entiende con una dificultad insidiosa el español-, escucha entre el gentío que en el albergue del hospital puede lavarse la cara y tomar un poco de sopa caliente. Él no lo sabe pero hace poco más de 18 años, un pequeño grupo de feligreses se reunía dos veces por semana en la explanada de urgencias, un patio adusto, triste y de concreto, para socorrer el sufrimiento de los familiares de pacientes en desgracia, bajo el pretexto de entregarles un poco de café negro y algo de comida.

Así nació el Albergue Madre Teresa de Calcuta y con él, la urgencia de resarcir en algo, el sentimiento de soledad e impotencia que genera la amenaza implacable de perder la vida.

*

Atravieso la puerta del albergue. Veo a Cándido que está parado al fondo del cuarto con la mirada clavada en los ojos de la imagen. De pronto, un caudal de voces dulces lo consuelan, lo redimen. Son casi las diez de la noche y la misa ha comenzado:

Un altar rosa pálido, un retablo de Cristo y las figuras de la virgen. El aroma breve de las flores.

Cándido Anicetos Martínez es un indígena de brazos entristecidos por varios años de trabajo en el campo, pero fuertes como un bejuco maduro, y manchas de vitiligo en las manos.

Ha viajado desde San Felipe Tilpan, Ixcatlán -un municipio enclavado en un embalse de la presa Miguel Alemán, sobre las faldas de la sierra mazateca-, para realizarse otro estudio de próstata que le revele si a sus 62 años padece cáncer. Ha venido solo y entre alabanza y alabanza con un desgastado pañuelo rojo se seca el sudor de la frente, respira profundo y cierra suavemente los ojos. Cándido no lo dice, pero le preocupa no volver a su casa sobre el agua.

La oración es la medicina para el corazón cansado del albergue. Todos los lunes, miércoles y los viernes últimos de cada mes, los miembros del patronato organizan un espacio de comunión para rezar por cada una de las personas refugiadas, médicos y pacientes. La celebración es el óleo consagrado que unge a los enfermos, la fuerza del Espíritu Santo que cura y salva, que reconforta y fortalece. Entonces los cantos, entonces las plegarias, los acordes, las manos y los rezos.

“Bendito seas Dios, Espíritu Santo consolador que con tu poder fortaleces la debilidad de nuestro cuerpo”, dice en voz alta Guillermina Díaz Olmedo, entregada desde hace 18 años a las labores asistenciales del albergue, y quien en la penumbra de la angustia es el faro, la torre luminosa que ilumina, guía o resplandece.

El cuerpo es un animal torpe

Casi al final de la ceremonia, cuando el cuerpo ha recuperado un poco el aliento, Cándido Anicetos y Tomasa Juan cruzan las miradas. Con el saludo de la paz signan un gesto de apoyo mutuo, un código de conmiseración secreto que ambos recordarán por mucho tiempo aunque quizá, nunca vuelvan a verse.

Hace un mes, Tomasa Juan viajó poco más de tres horas desde Acatlán de Pérez Figueroa, un municipio ubicado en la zona norte del estado de Oaxaca. Vino a Tuxtepec porque estaba embarazada. Apenas hace tres semanas nació su hija, y desde entonces, vive en el albergue a causa de un soplo que los médicos hallaron en el pequeño corazón de la niña. Quizá por eso Tomasa Juan tiene los ojos tristes. Hace tres semanas que nació su hija pero su cuerpo sigue hinchado y se mueve trabajosamente. La mala alimentación, las pocas horas de sueño y la certeza de tener a su primera hija enferma la mantienen en vilo, suspendida entre el miedo de regresar sin su bebé a casa.

Después de la oración nos sentamos a la mesa. Esta noche por solo 10 pesos Tomasa Juan tiene asegurada la cena –que consiste en un plato de ropavieja acompañado de arroz, frijoles refritos, chiles verdes, agua de Jamaica y tortillas-, una habitación ventilada con ropa de cama limpia, y un baño donde ella y sus compañeros pueden asearse. Ha regresado del hospital para escuchar la misa, comer y dormir un poco. Sus huesos están hechos polvo pero debe prepararse porque cada tres horas, durante todo el día y toda la noche, su niña despierta consumida por el llanto, envuelta por la desnutrición y el hambre.

Por ahora y con dificultad, Tomasa se sienta a mi lado. Tiene 38 años pero parece una mujer de 50. Su cuerpo, aterido por el miedo, es un andrajo. Un jirón de ropa vieja adherida a los huesos y el vientre abultado.

“Mi madre –me dice con la voz famélica, adelgazada por el miedo-, es la que se ha hecho cargo de nosotras. Yo no he tenido leche para alimentar a mi niña. Ella ha venido dos veces a traerme pañales, fórmula y un poco de dinero porque hace tres meses que yo no trabajo y su padre nunca ha venido a visitarla. No la conoce”.

Me mira fijamente, y con un gesto parecido a una mueca, sonríe: Ante las dolencias del alma, el cuerpo es un animal torpe.

*

La salud del albergue Madre Teresa de Calcuta se ha deteriorado. Hace 18 años nadie hubiera imaginado que la indiferencia de los gobiernos tuxtepecanos y un largo historial de abandono en las administraciones del hospital acabarían con la voluntad y la vitalidad de los servicios más elementales, a pesar de la entrega de las personas miembros del patronato, sin quienes el albergue sería un costal de cal para los huesos.

“Las administraciones municipales y estatales siempre han conocido las carencias, pero hasta ahora no hemos recibido ninguna ayuda. Subsistimos por la gracia de Dios y, porque tenemos algunos bienhechores. Ellos nos donan en especie, pero del gobierno, nada”, se lamenta Jesús Gómez Robledo, miembro fundador de la casa de asistencia.

El deterioro es evidente. El inmueble tiene fisuras y filtraciones visibles. Los muros internos presentan cuarteaduras y en muchos casos carecen de pintura. Las 28 camas disponibles son colchones desvencijados sobre un bloque tristísimo de concreto a las que sólo las separa, unas de otras, un par de cortinas. En el caso de las puertas metálicas  muchas están carcomidas por el tiempo y con remaches. Los baños tienen lo necesario pero las instalaciones son precarias, los lavabos están remendados con cintas adhesivas y las tuberías externas tienen fugas, lo cual genera filtraciones graves.

Debido a la demanda el espacio es insuficiente. Algunas áreas están canceladas con bultos de ropa o cobertores en desuso, lo que representa un riesgo latente si tenemos en cuenta que la instalación eléctrica presenta materiales degradados, endurecidos o rotos, y la ausencia de dispositivos de seguridad o la manipulación inadecuada de las instalaciones eléctricas podrían generar un incendio por alguna sobrecarga.

El tiempo, la indiferencia y el abandono han minado las labores de alojamiento y asistencia, pero bajo la sombra de un árbol frondoso en el jardín de la casa “solo la esperanza se mantiene firme”, dice Heladia Díaz Domínguez, una de los miembros más perseverantes del patronato, y para quien su trabajo como voluntaria ha significado sembrar la fe, contra todo riesgo o pronóstico, en un terreno ávido de flores.




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