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Lo acusaron de ser del EPR; pasó 20 años en prisión

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Juan Carlos Zavala

“Te vale madres, ¿verdad cabrón?”. Sobre la cabeza cubierta por bolsas hechas con mezclilla, Álvaro Sebastián Ramírez sentía el cañón de un arma de fuego, que luego era colocada sobre sus costillas.

“¡Mátenme!”, respondía. Tras el hambre, la sed, los toques eléctricos en sus testículos, las patadas, los días obligados a estar de pie, el Tehuacán con chile sobre sus narices, y la posibilidad de que sus hijas y esposa fueran asesinadas frente a él: la muerte entonces era lo mejor que podía pasarle.

—¿Por qué dices mentiras?, ¿cómo tu familia que está en el otro cuarto dice la verdad?, igual los estamos torturando—, le decían.

A un costado de la habitación donde lo tenían privado de su libertad, entre la tortura, escuchaba las voces de personas y de una niña. Los soldados y policías judiciales que lo torturaban querían que confesara que era parte de la guerrilla y que además tenía un cargo de alto rango dentro del Ejército Popular Revolucionario (EPR). “Cómo les voy a decir eso, señores, si yo me fui a Oaxaca y me dediqué al comercio y de ahí me iba a checar a mi gente en la región”, explica.

La tortura. Álvaro está de pie en medio de un pequeño cuarto, sus dos piernas están atadas al igual que sus manos detrás de su espalda. No ha visto nada desde que fue detenido y las bolsas de mezclilla sobre su cabeza se pegan a su nariz en cada respiración, lo ahogan. A partir de la medianoche llegan agentes de inteligencia militar, según le informaron los judiciales, y era la hora en que empezaba lo peor de la tortura.

Acuestan a Álvaro sobre una tabla colocada en pendiente, le dan toques eléctricos sobre sus testículos mientras lo interrogan; luego, le meten un trapo mojado en la boca para que no grite y en sus narices le vacían agua mineral mezclada con chile, hasta que se desvanece y pierde el conocimiento. Lo reaniman a base de patadas.

Contra caciques. Álvaro nació el 19 de febrero de 1958 en San Agustín Loxicha, en la región Sierra Sur del estado. Estudió la primaria en la escuela Redención de la Raza y la secundaria en el sistema abierto. En 1977 le otorgan su plaza magisterial y su primera comisión fue en la escuela de la comunidad Jazmín del Potrero, del municipio San Pedro el Alto, donde ayudó a introducir el agua potable.

En su natal San Agustín Loxicha, con apenas 25 años, el pueblo lo eligió regidor de educación. Como autoridad, la reconstrucción del mercado y del palacio municipal lo llevó a enfrentarse con los caciques de la región. “Los caciques empezaron a matar a los que impulsaron las obras, porque tenían grupos de pistoleros, como seis, cada uno integrado por 10 o 12 personas. Estaban asesinando a los compañeros de cada pueblo que más se acercaban al trabajo de los obras”.

Al término de su gestión, “como estaba en la mira de los caciques”, se autoexilió de San Agustín Loxicha, al igual que lo hizo el entonces presidente municipal Alberto Antonio. Si los caciques estaban organizados con sus pistoleros, ¿por qué ellos no, que eran miles? Fue así como Álvaro y Alberto Antonio crearon la Organización de los Pueblos Indígenas Zapotecos (OPIZ) para hacer frente a los caciques y exigir al gobierno obras y apoyos sociales para los indígenas de la región.

La detención. El día que se llevaron a Álvaro había estacionado su coche sobre la calle Morelos en la ciudad de Oaxaca. Su esposa e hija bajaron del vehículo para ingresar al Monte de Piedad, mientras él se quedó esperando en el coche; eran alrededor de las 10 de la mañana de un frío 15 de diciembre de 1997.

De pronto aparecieron sujetos que le apuntaron con sus armas por todos los lados del vehículo; estaba rodeado: era el centro de un operativo. Los policías judiciales levantaban la cajuela del vehículo y revisaban los asientos, no encuentran nada. Le colocaron una chamarra verde sobre la cabeza. “Agache”, le ordenaron. Así lo llevaron caminando hasta un carro blanco con las puertas abiertas. Arrancaron y tras varios minutos,se detuvieron y subió alguien más.

—¿Es él?, —preguntó un judicial.

—Sí, es él, —respondió el que entró al carro. El vehículo arrancó; le cubrieron el rostro y empezó la oscuridad. Fue ingresado a un cuarto, le amarraron los pies y las manos. Ahí quedó, en el centro de una pequeña habitación.

Supuesto eperrista. Es el 26 de diciembre de 1997, 11 días desde que fue detenido, lo llevan al penal de la Villa de Etla, donde fue presentado y acusado de 11 delitos: homicidio calificado, homicidio en grado de tentativa, privación ilegal de la libertad, terrorismo y conspiración.

El gobierno lo señalaba como partícipe del ataque de un comando del EPR el 29 de agosto de 1996 en Santa María Huatulco a los edificios de la Marina, la agencia del Ministerio Público, la Policía Federal de Caminos y la ex delegación de gobierno. En el ataque murieron tres marinos, dos policías, dos civiles y dos guerrilleros.

Ese día, Álvaro trabajaba en una feria en el municipio de San Agustín Yatareni, a 418 kilómetros de Santa María Huatulco. Fue uno de los 137 indígenas loxichas acusados de pertenecer al EPR por parte del gobierno de Diódoro Carrasco Altamirano. Fue condenado a más de 100 años de prisión, pero se redujo a 27 años sólo por el delito de homicidio calificado. El pasado 7 de julio fue dejado en libertad tras 19 años y siete meses en prisión, al cumplir las dos terceras partes de su condena.

“La libertad no existe aun estando fuera de la cárcel. Nunca renuncié a mis ideas, me abracé fuerte a mis principios de lucha. Es la lucha política la que permite abrir las puertas de la cárcel”, afirmó Álvaro tras ser liberado. Ahora acusa al Estado mexicano de fabricarle delitos.

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