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Bioética, la respuesta a los científicos que no respetaron los derechos humanos

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Por Amapola Nava

Ciudad de México. 5 de septiembre de 2017 (Agencia Informativa Conacyt).- ¿Es correcto realizar una cirugía innecesaria a una persona cuando esta lo desea?, ¿qué derechos deben tener las personas que participan en una investigación para probar un nuevo tratamiento?, ¿es correcto compensar económicamente a las personas que aceptan donar órganos vitales?, cuando un tratamiento es escaso, ¿a quién se le debe administrar? Estas son preguntas sobre las cuales la bioética reflexiona constantemente, buscando establecer guías que coloquen el bienestar de los seres humanos por encima de los intereses de la ciencia y la tecnología, pero esto no siempre ha sido así.

1 HEAD bioetica0509Sujeto de experimentación en el estudio de Tuskegee, Imagen tomada del National Archives at Atlanta.

De 1800 a la fecha, la investigación y la práctica médica han cambiado enormemente y no solo en lo que se refiere al avance de las tecnologías, también se ha dado una transformación profunda en las consideraciones éticas que acompañan la medicina. Muchos de los tratamientos y de la experimentación que se realizaron en el siglo XIX, por cuestiones éticas, de derechos humanos, no podrían permitirse en la actualidad, explica Jorge Alberto Álvarez Díaz, doctor en bioética e investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), unidad Xochimilco.

Y estas prácticas no solo se refieren a tratamientos como las sangrías, las trepanaciones o remedios venenosos, que hoy podrían sonar descabellados; también procedimientos que fueron exitosos, como los que dieron lugar al desarrollo de la primera vacuna y a la subsecuente erradicación mundial de la viruela, serían éticamente incorrectos en el siglo XXI.

El fin no justifica los medios, la primera vacuna

La primera vacuna en la historia humana fue la de la viruela, desarrollada por Edward Jenner. El médico inglés observó que existía un tipo de viruela que afectaba al ganado bovino y que al transmitirse a las personas que trabajaban con estos animales, les provocaba una reacción de menor gravedad que la que les causaba la viruela humana, enfermedad que ocasionaba desfiguraciones severas e incluso la muerte de quien la padecía. Jenner también notó que una vez contraída la viruela vacuna, los humanos ya no contraían la viruela humana.

Una vez hilados estos hechos, Jenner decidió tomar el material de una lesión en la mano de una lechera infectada con viruela vacuna y con él inocular a un niño sano de ocho años, que nunca antes había enfermado de viruela. Unas semanas después, el médico lo inoculó con el material de una lesión de la viruela humana, pero el niño se mantuvo sano.

“El caso de Jenner es muy simbólico, pues el médico hizo una prueba en un pequeño, menor de edad, que era hijo de su empleado doméstico, es decir, de su subordinado y, además, era pobre. Así, en ese experimento se fueron juntando elementos de algo que ahora conocemos como vulnerabilidad, que no permitirían, con facilidad, realizar una investigación así. Por otro lado, la experimentación la hizo con ese niño y unos pocos individuos más y no tenía la fuerza estadística que ahora buscamos en las investigaciones para que los tratamientos puedan aplicarse a toda la población”, señala Jorge Álvarez.

Durante todo el siglo XIX, hubo muchos casos como este, en donde la experimentación con seres humanos no estaba regulada por la sociedad, y en muchas de las prácticas los sujetos de investigación no tuvieron tanta suerte como los del experimento de Jenner y la viruela.

Un siglo XX poco ético

Pero la experimentación que hoy se considera poco ética no se circunscribe solamente a periodos anteriores al siglo XIX, a principios del siglo XX también se realizaron investigaciones que hoy no cumplirían las características éticas básicas para que la comunidad académica las permitiera.

 

 

 

 

 

Puedes ver más imágenes históricas del estudio de Tuskegee en la página web del National Archives at Atlanta o haciendo clic aquí.

Uno de estos experimentos fue el estudio de Tuskegee, un proyecto de investigación que tenía como objetivo principal analizar los efectos de la sífilis en la salud humana.

Este estudio comenzó en el año 1932, en Estados Unidos, y reclutó a 600 hombres afroamericanos, de los cuales 399 habían adquirido sífilis con anterioridad y 201 estaban sanos. Los hombres entraron al estudio sin conocer su verdadero diagnóstico —se les dijo que tenían “mala sangre”— y bajo la promesa de recibir asesoría médica y alimentación gratuita, junto con un seguro de gastos de entierro en caso de muerte.

En 1932, los tratamientos que existían para combatir la enfermedad tenían una efectividad dudosa, además eran tan tóxicos que incluso podían provocar la muerte a quienes los tomaban. Por esto, uno de los objetivos del estudio de Tuskegee era comparar los estragos de la enfermedad contra los efectos tóxicos del tratamiento y analizar el riesgo beneficio del tratamiento.

En sus inicios, el estudio fue planeado para tener una duración de seis meses, pero conforme pasaba el tiempo se tomó la decisión de prolongarlo y seguir a los participantes hasta su muerte. Pero, en 1945, cuando el estudio ya llevaba 13 años de seguimiento, la penicilina fue aceptada como un tratamiento efectivo para la sífilis.

En ese momento, los investigadores, miembros del Servicio Público de Salud de los Estados Unidos, tomaron una decisión: no ofrecerían el tratamiento a los participantes del estudio. Además, se instruyó a los médicos de la comunidad para que no trataran con antibióticos a los sujetos de experimentación y se convenció a los participantes, mediante engaños, de no aceptar antibióticos ni otro tipo de tratamientos, pues ya estaban recibiendo un “tratamiento especial”.

Esta historia, llena de decisiones faltas de ética, terminó en 1972 cuando la prensa estadounidense reveló las condiciones de la investigación médica y la opinión pública condenó y solicitó al gobierno que se revisara la ética de los procedimientos. Pero ya habían pasado 40 años del inicio del experimento y muchos participantes habían muerto o contagiado a sus familias.

Antecedentes de la bioética

El estudio de Tuskegee finalizó hace apenas 45 años y no fue el único caso que puso a prueba la regulación ética de la experimentación con humanos. En los años 60 fue muy famoso el caso de la hepatitis en la escuela de Willowbrook, un instituto para niños con retraso mental, financiado por el estado de Nueva York, en donde se infectaba intencionalmente a los niños con el virus de la hepatitis para observar la progresión de la enfermedad.

Fueron estos y otros casos lamentables los que llamaron a la comunidad internacional a buscar mecanismos de regulación de la práctica científica.

“Hoy por ningún motivo se permitiría una cosa así. En medio de estos infortunios, nos hemos dado cuenta de que en la ciencia puede haber elementos científicamente muy interesantes y que tal vez son muy importantes para el futuro, pero que aun así no se puede hacer cualquier cosa con los seres humanos ni con otros organismos vivos para hacer investigación”, comenta Jorge Álvarez.

Nueva legislación

El nacimiento de la bioética suele ubicarse en el siglo XX, más específicamente en la década de los 70. Y no es extraño situarla en ese momento, pues a partir de los varios sucesos ocurridos en los 40, la bomba atómica, los experimentos nazis, entre otros, lo científicos se dieron cuenta de que la ciencia no era una actividad neutra ni pura, y empezó a rondar la idea de que la ciencia debía ser regulada, explica el investigador.

Los científicos, además de preguntarse si era técnicamente posible realizar cierto experimento, comenzaron a preguntarse si deberían realizarlo, si era éticamente correcto.

De esta necesidad de regular la práctica científica, de establecer qué tipo de principios éticos debían seguir las investigaciones que recibieran fondos federales y de escándalos como el de Tuskegee, el gobierno de los Estados Unidos crea la primera Comisión Nacional de Bioética en el mundo. En ella, médicos, filósofos, juristas y demás especialistas redactaron el Informe Belmont, un reporte que establece los principios éticos fundamentales que deben seguirse durante las investigaciones científicas: el respeto, la beneficencia y la justicia.

Para asegurarse de que cada uno de los principios bioéticos se cumpliera, la comisión estableció ciertos lineamientos. Por ejemplo, para asegurar el principio de respeto, se estableció el proceso del consentimiento informado, el cual explica al sujeto de investigación el funcionamiento de los procedimientos a los que será sometido, además de su objetivo y sus implicaciones.

Cuando el sujeto comprende y entonces dice que sí, allí puede decirse que hay un proceso de consentimiento informado. Aunque en realidad implica muchas cosas más, es un proceso complicado que debe darse mediante una relación verbal y una firma de documentos, se debe entender que no es solo dar un papel a firmar a los participantes, hay que ser muy cuidadosos y no tratar el consentimiento como un mero trámite burocrático, puntualiza Jorge Álvarez.

1 foto0509Fotografía original del experimento de Tuskegee. Imagen tomada del National Archives at Atlanta.El segundo principio ético es el de la beneficencia, que evalúa dos componentes de las investigaciones científicas: los riesgos y los beneficios para el sujeto de investigación. En este punto deben utilizarse todos los elementos tecnocientíficos existentes para evitar los riesgos inherentes a la investigación.

“A esto se le llama la evaluación riesgo-beneficio y con la experiencia que tengo, creo que es más frecuente y escandaloso el incumplimiento de este punto que el del consentimiento informado (…) Pues la evaluación de los riesgos y los beneficios es una cosa muy complicada, y en ocasiones los riesgos no se pueden prever con el conocimiento actual, como es en el caso de la nanotecnología”.

Beneficios para los sujetos de investigación

En esta evaluación de riesgos y beneficios no se puede olvidar la parte de los beneficios, señala Jorge Álvarez. Por el simple hecho de entrar a un protocolo de investigación, un sujeto no se va a ver beneficiado, pues lo que se investiga es el funcionamiento del organismo o la efectividad de un tratamiento. Por eso es necesario asegurarse que el participante reciba un beneficio extra que sea directo.

El investigador recalca que esto no tiene por qué ser entendido como dinero, que existen alternativas para dar un beneficio al paciente, como ofrecerle consultas médicas periódicas con otros especialistas, un examen de laboratorio extra o un examen de gabinete extra, que benefician directamente al paciente y lo ayudan a conocer su estado de salud general, a detectar o a controlar otro padecimiento.

“Pero participar en un protocolo de investigación sin recibir ningún beneficio es una cosa que no debería de ocurrir, y yo he visto muchísimo en comités de ética de investigación que hay casi una letanía en la que se le dice al sujeto: ‘Usted no va a recibir ningún tipo de beneficio, pero su participación es muy importante para la ciencia, para la humanidad y para el futuro’. Pues sí, es cierto que es importante para el futuro, pero a veces los investigadores no se dan cuenta de los beneficios que ellos reciben directamente —que recibimos porque yo también hago investigación en mi campo“.

Jorge Álvarez explica que los investigadores publican el resultado de sus investigaciones, lo cual es un beneficio, reciben citas de otros científicos, que es otro beneficio, pues gracias a ello obtienen reconocimientos por los Institutos Nacionales de Salud o logran formar parte del Sistema Nacional de Investigadores (SNI) y recibir reconocimientos del gobierno federal, todo esto gracias a los datos que obtienen de la población.

Para el especialista en bioética, si los investigadores y la ciencia se benefician, los sujetos de investigación también deben beneficiarse. Una postura que no es común escuchar, pero que a él le parece de gran importancia recalcar.

Justicia

El tercer punto del Informe Belmont es el principio de justicia, que establece que los participantes de los estudios deben seleccionarse de manera equitativa, esto con el fin de no perjudicar o beneficiar intencionalmente a un grupo poblacional. Esto, además, evita sesgos metodológicos que pueden alterar los resultados de la investigación.

“Desgraciadamente yo creo que, al hacer investigación, tenemos sesgos estructurales en nuestro país, como en tantísimos otros países. ¿En dónde se hace más investigación médica en nuestro medio? Pues en el ámbito público y no en el privado, hay más investigación en Secretaría de Salud, en el IMSS y en el ISSSTE, que en hospitales privados. Entonces, de entrada, hay una selección no equitativa de la muestra y tendríamos que ser doblemente cuidadosos con este tipo de aspectos, porque si tomamos gente que ya tiene condiciones de vulnerabilidad, por las condiciones socioeconómicas en las que vive, y le agregamos nosotros otra condición de vulnerabilidad, no estamos siendo éticos”.

1 jorge0509Jorge Alberto Álvarez Díaz.Jorge Álvarez considera que lo más justo sería que todas las personas, en algún momento, pudieran ser parte de algún tipo de investigación, pues todos los miembros de la sociedad alguna vez se han beneficiado de tomar algún medicamento, un jarabe, unas gotas para la tos, un analgésico, que se probó en otras personas.

Esta participación en la investigación no siempre tiene que ser corporal, se puede contribuir participando en encuestas o aportando datos para estudios epidemiológicos. Tener datos sobre aspectos de salud que provengan de toda la población mexicana podría ayudar al desarrollo de las ciencias médicas en el país.

“Un sueño mío, que ojalá se cumpla aunque yo no lo vea, es que tuviésemos un sistema de salud único, público y universal, en el cual todos tuviésemos acceso a la salud y, al mismo tiempo, todos fuésemos sujetos de investigación, esto beneficiaría nuestra salud; es a lo mejor un ideal regulatorio, a mí no me gusta hablar de utopías, pero nos podría dar luz para tratar de hacer las cosas mejor”, comenta el investigador.

El desarrollo de la bioética en México

En México, comenzó a hablarse de bioética a partir de la década de los 80. Fue en esa década cuando comenzaron a tratarse, desde el punto de vista de la filosofía, problemas que antes solo se consideraban concernientes al campo de la medicina, explica Paulette Dieterlen, especialista del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

Pero la institucionalización de esta disciplina en México no se dio hasta 1992, con la creación de la Comisión Nacional de Bioética (Conbioética), como un organismo desconcentrado de la Secretaría de Salud. A partir de esta institucionalización, se crearon la Academia Nacional Mexicana de Bioética, en 1995, y el Colegio de Bioética, en 2003.

Tiempo después se creó el primer posgrado sobre bioética, con el que se comenzó a dar un enfoque mucho más académico a la bioética en México. Fue a partir de ese momento que los filósofos se acercaron a conocer el trabajo que se realizaba dentro de los hospitales y que los médicos comenzaron a interesarse en los problemas morales que se presentaban durante la práctica de su disciplina, explica la filósofa quien fue consejera de la Conbioética.

Los desafíos no terminan

El Informe Belmont fue el primer documento que estableció principios para normar la actividad médica, pero no fue el único, le siguieron muchos otros acuerdos en el mundo en materia de bioética.

Hoy en día, la comunidad científica reconoce que la bioética es una disciplina que debe mantenerse actualizada y pendiente de todas las innovaciones tecnocientíficas que necesiten ser reguladas.

De hecho, en noviembre del año pasado se dio uno de los eventos más importantes en este campo: la actualización de las pautas CIOMS, comenta Jorge Álvarez. Estas son pautas éticas internacionales que regulan la investigación biomédica en seres humanos y son redactadas por el Consejo de Organizaciones Internacionales de las Ciencias Médicas (CIOMS, por sus siglas en inglés) en colaboración con la Organización Mundial de la Salud (OMS).

Para Paulette Dieterlen, lo importante es no dejar de buscar soluciones para los problemas éticos dentro del ámbito tecnológico y científico, y tratar de establecer rumbos de acción de lo que debería ser, pero siempre luchando contra los dogmatismos, los absolutismos y la imposición de un solo punto de vista sobre los demás.

 

 

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Fuente: Bioética, la respuesta a los científicos que no respetaron los derechos humanos

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