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La muerte de un cochero: El que a hierro mata, en agua muere

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Autor: Soldadito Marinero.
Foto: Peregrinos y sus letras.

El cochero muerto me cayó encima justo cuando le boleaba los zapatos. Era el 25 de mayo de 1974 –un sábado-, en Yajalón, Chiapas, y yo era un niño de 9 años con ocho meses y 15 días de edad.

Ya les conté la historia. Básicamente tiene que ver con mis vivencias tras la separación y divorcio de mis padres, Antonio López Trujillo y Blanca Arévalo Abadía (1972).

Les dije que soy de Yajalón aunque nací en San Cristóbal de Las Casas, por capricho de mi madre. Mis primeros años los viví en el Hotel López, y a los siete años me fui a vivir a casa de mi abuela materna, Aminta Abadía Bermúdez, junto con mi madre y dos de mis cinco hermanos: Mayra y Hugo.

Que hubo que trabajar duro, para ayudar en el sustento de la casa y para comprar las cosas que quiere o necesita tener un niño de esa edad.

En ese contexto, les dije que un día vendía naranjas con chile y otro mango verde, también con chile. Que un día salíamos libreta en mano a levantar pedidos de tamales y al otro los salíamos a entregar.

-Hay tamales de chipilín, de rajas y de manjar; ¿de cuáles va usted a querer?

Mi madre no lo cree pero, por la venta de tamales calientes perdí los colochos de mi pelo, pues el recipiente de plástico que posaba sobre mi cabeza hacía las funciones de las planchas que usan ahora las mujeres para alaciarse el cabello.

Muchos oficios tuve en esa época, lo mismo ayudé a vender la ropa que mi madre compraba para tal fin en la Ciudad de México que salí a vender paletas o palomitas. O alquilé revistas a la entrada del cine (ese oficio ya no existe, y consistía en comprar revistas nuevas, para darlas alquiladas en una quinta parte de su precio en el parque o la entrada del cine. Recuerdo las colocábamos en una especie de ábaco gigante).

Muchos oficios dije, y es tan cierto como que me llamo Julio César. Pero el trabajo que definitivamente me marcó para toda la vida, fue el de bolero, el de lustrador de zapatos de cuero y botas de hule, tan comunes entre los indígenas.

Vea usted porqué…

Ponga atención, para que yo lo pueda guiar. No le pido que cierre los ojos, a menos que haya una tercera persona que le lea en voz alta.

Imagine a Yajalón de inicios de los años 70. Desde 1964 existe la carretera a Tuxtla Gutiérrez: es de terracería hasta San Cristóbal de Las Casas, y pavimentada de ahí a la capital. Nuestro pueblo, enclavado en un hoyo, rodeado de verdes montañas, ya tiene su primer calle asfaltada (1973).

El asfalto va desde el barrio de Chulhá hasta el campo de aviación a donde hay una actividad frenética de aterrizajes de avionetas, sobre todo en la época de la cosecha de café.

Hay pocas escuelas, pero abundan las cantinas. Tres están muy cerca de la casa de mi abuela. En las rockolas se escuchan canciones de Chayito Valdez y de Cornelio Reyna, el que se cayó de la nube que andaba. 

Yendo al centro, hay otras cantinas, una de ellas de la maestra Victoria Villatoro, a donde mi padre suele asistir a tomar cervezas y tequila, y yo voy a bolear zapatos.

-Este, mi hijo, es muy orgulloso: no me habla; escucho que dice mi papá a sus amigos.

Yo me recuerdo enfadado, porque mi padre no aporta ni para los útiles escolares.

Entre la cantina de la maestra Victoria y la casa de mi abuela, en el rumbo del campo de aviación, viven muchas familias, algunas de parientes nuestros, otras no.

En la acera de enfrente, vive don Chonito, un músico reconocido, destacado en la ejecución de la mandolina. Más abajo esta la tienda de doña Lupe Caballero, con su pared mitad roja y mitad amarilla, como si la hubiera mandado a pintar para una película de Pedro Almodóvar. 

Entre estas dos casas, renta una familia, cuyos apellidos he olvidado. No, no, no. Ya me acordé: el señor se llama Rey Pinto.

No se me pierdan. Aguanten.

En esa casa rentada estoy yo, la señora de la casa y dos hombres que ingieren cervezas. Es como una cantina clandestina, con una sola mesa pegada a la esquina.

A uno de los comensales le estoy boleando los zapatos, de color negro. Se llama Jorge Gómez y es el hijo del señor que vende carne de cerdo enfrente del mercado. Cochero, le dicen.

Observen bien: yo estoy a ratos de cuclillas, a ratos  sentado sobre un pequeño banco de madera; apenas le estoy colocando agua con jabón para quitar el lodo de las suelas de los zapatos, cuando se escuchan los pasos de un caballo sobre el pavimento. Clap, clap, clap.

Cada vez se escuchan más claros los pasos de caballo sobre el asfalto. Cada vez el caballo y el jinete están más cerca de la casa.

El jinete es el esposo de la señora, es Rey Pinto. De reojo, veo que se desmonta –el animal es blanco-, amarra al caballo y le afloja el cinturón, para que descanse. Él ingresa al domicilio, saluda a los presentes y deja colgado el morral en una mampara de madera y tela que sirve de división a la sala y la recámara.

El señor se introduce a la cocina, a donde la señora prepara botanas. Yo me apresuro a poner crema a los zapatos del hijo del cochero del pueblo. Sobre la tapa de la crema se lee la marca: Ambers.

¿Ya conocen la historia?

Se las sigo contando: el segundo bebedor se levanta del asiento y se dirige a donde el esposo de la señora colgó el morral; levanta la mano derecha, la introduce al morral y cuando saca la mano ya tiene en ella una pistola tipo revólver

Mientras platica, veo que le abre el tambor y le quita los tiros. Los pone sobre la mesa de metal. No sé cuántas balas son pero al final sabré que no quitó todas (al revólver le caben seis).

Yo avanzo en mi labor: ya tengo abierta la crema de lustrar, marca Oso, en cuclillas me apresto a sacar brillo al zapato derecho del hijo del cochero. Jorge dije que se llama.

No hay ninguna disputa que indique coraje o pleito entre los comensales. Todo parece normal dentro y fuera de la casa.

Escucho la voz del segundo bebedor: «Te voy a matar» y observo que apunta la pistola hacia el techo de lámina.

Click. Se se oye un sonido hueco. No hay disparo. El martillo de la pistola no halló bala alguna.

El tirador observa con detalle la pistola; abre de nuevo el tambor y le coloca una sola bala. Con la mano izquierda le da vueltas al tambor, como si fuera a jugar la Ruleta Rusa. Esta vez apunta el revólver a la frente del hijo del cochero. 

Me parece estar viendo una película del oeste, en blanco y negro, en el Cine Yajalón: 

Te voy a matar, pendejo«, le vuelve a decir el tirador y jala el gatillo, a dos metros de distancia.

Escucho seco el disparo  -PUMMM- y veo al hombre al que boleo los zapatos caer sobre mi pequeña humanidad. Moreno él, lo veo venir hacía mí como en cámara lenta: parece un gigante abatido por una lanza. Tiene un agujero en la frente, entre ceja y ceja, y cae en forma de bulto de café pergamino sobre mí. 

La lata de mi grasa, color blanca, marca Oso, termina llena de sangre.

Me espanto mucho y dejo tirada mi caja de bolear, luego salgo corriendo a todo galope hasta el Hotel López, a unas cinco calles de distancia. Paso por la casa de don Chonito, del capitán Sandóval y en la esquina del Parque Central doblo a la izquierda. Una cuadra adelante doy vuelta a la derecha, hasta llegar al hotel.

Entro y me escondo debajo de las escaleras, cerca del cuarto de mi abuela, Brígida Trujillo Cañas. Quienes me vieron correr cuentan a mi madre que tengo un color verde en mi cara. Mi ropa está manchada de sangre.

La policía llega al lugar de los hechos y me entero después de que detiene a los dos hombres presentes. Yo sigo escondido, viendo a mi abuela sentada en su butaca, fumando tres cigarros Alas a la vez.

El Ministerio Público quiere que yo declare en calidad de testigo. Mi madre se opone y le pide a don Arturo Albores, leguleyo del pueblo, que alegue que soy menor de edad. Tengo 9 años, ocho meses y 15 días.  

No conozco la versión oficial del asesinato, pero supongo que nadie delató, porque los dos detenidos estuvieron poco tiempo en la cárcel. La única explicación es que hayan dicho que fue suicidio, que el occiso se disparo solo. Sí, en la frente.

Años más tarde –1990 tal vez-, platico con el hermano del que disparó y pregunto por él. Me cuenta que tuvo una muerte horrenda: un día cualquiera se bañaba en el río Grijalva, en Cahuaré, cuando le sobrevino un «golpe de creciente y se lo llevó«. 

Tardaron varios días en hallar su cadáver, destrozado, comido por la fauna del lugar.

Sólo entonces le conté a él que ese hermano suyo –y no el dueño de la pistola- fue el que mató al hijo del señor que vendía carne de cerdo afuera del mercado de Yajalón, aquél fatídico 25 de mayo de 1974. 

Y si, yo fui el niño bolero sobre el que cayó el cuerpo inerte del hijo del cochero, al recibir aquel único disparo que le abrió un tercer ojo, e hizo que nunca me pagara por mis servicios de niño trabajador.

Era sábado. Yo tenía 9 años, y desde hace 45 detesto el olor a pólvora y a sangre, y evito bolearme los zapatos en las cantinas de mi pueblo,  o donde quiera que esté.

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