Por Lydiette Carrión
Fotos por María Ruiz
Este texto pertenece a Pie de Página, se reproduce por aquí por medio de la Alianza de Medios de la red de Periodistas de a Pie, encuentre el trabajo original en el siguiente enlace: Vivir con dolor y que nadie te crea.
Hoy es un día promedio. En los días buenos, Daniela se para de la cama y alguno de sus amigos la lleva en silla de ruedas fuera de casa: una vuelta al parque, quizá hasta un poco más lejos. Pero lo hace cada vez menos. Porque esos días buenos tienen un costo: dos, quizá tres días malos. En cama, agotada, con dolor difuso y a veces intenso. Con cambios de temperatura corporal, deshidratación. Exhausta, sin poder pensar. Si se agota demasiado sufrirá convulsiones y síncopes.
Hoy es un día promedio: está acostada. Su cuerpo delgado de 33 años tendido en el colchón. Unos shorts, una playera sin mangas. Las manos, los pies, los tobillos, exhiben tiras de colores de cinta terapéutica que usan los fisioterapeutas: ella los utiliza como sostén para sus articulaciones, que cada vez están más laxas, más deshechas.
Su piel es delgadísima, sin grasa, sin colágeno, muy suave y blanca, como un papel. Puede tomar entre dos dedos la piel de su brazo y extenderla varios centímetros lejos del músculo, del hueso. Hoy es un día promedio, no puede levantarse. Pero no es un día malo: está de buen ánimo, no le molesta demasiado la luz, puede platicar y concentrarse.
Antes de la crisis
“Todo empezó desde que nací”, explica Daniela Herrera. Y sonríe. Pero los últimos tres años, fue cuando todo su cuerpo colapsó: en septiembre de 2017.
Pero antes de eso, toda su vida tuvo dolores en varias partes del cuerpo. “Todo el tiempo viví con una discapacidad y nunca fui tratada como tal”.
Pero ya llevaba un rato que bajaba las escaleras y me temblaban mucho las piernas.. Yo hacia pesas, natación, porque los doctores me decían que me iba a ayudar en la depresión… en el cuerpo.
—¿Cómo es ese dolor? ¿Es en la piel, en el músculo en donde?
—Es en todos lados.
De niña, cuando llegaba de la escuela en su natal Oaxaca, ya no soportaba los pies. Pero no era el dolor de cansancio que todos hemos sufrido. Sino “una sensación horrible, como un hormigueo, como si sintiera lava. Tenía ese recuerdo super claro, pero nunca entendí por qué nunca le dije a nadie”.
Nunca habló del dolor en su infancia, lo recordaría décadas después.
Todo está en tu cabeza
Así Daniela creció, resistió. Terminó la educación básica, la media superior. Se fue a la Ciudad de México y estudió una licenciatura. Tuvo varios trabajos, y cosas, vida, pues: parejas, viajes, amigos, proyectos, gatos, intereses.
A veces el cansancio y dolores en el cuerpo la frenaban. Eso y una proclividad a sufrir luxaciones y contracturas en la espalda; aunados a bajones de energía y ánimo. Cuando platicaba estos síntomas con médicos lo atribuían a una posible depresión. Entonces le decían que hiciera yoga, pilates, natación.
Y lo hizo. “Empecé con 15, 20 minutos de ejercicio. Luego media hora, una hora y hasta dos horas. Me encantaba el ejercicio.”
Y continuaba con su vida.
Poco antes de los 30, con un trabajo estable en la Secretaría de Finanzas de la Ciudad de México, decidió que quería volver a estudiar. Una maestría en antropología. Pero le generaba ciertas inseguridades.
Tenía tiempo de no estar en la academia. Así que buscó una terapia buena y poco costosa y fue. Y comenzó con su proyecto de investigación.
«Yo hacía mucho yoga, natación, llevaba mucha terapia psicológica, postulé para la maestría en la Ibero y me dieron dos becas»
Daniela Herrera.
Fue en ese tiempo que “todos los dolores y achaques que tenía comenzaron a cambiar”.
Giro de tuerca
Primero el cansancio: el proceso que tuvo para adaptar su cuerpo al ejercicio lo vivió de manera inversa: hacía dos horas, luego sólo llegaba a hora y media, y cada vez menos hasta los 15 minutos. O, tras una noche de descanso, abría los ojos y sentía como si se hubiera puesto una borrachera brutal el día anterior.
“Empiezo a ir al doctor. Pero me dicen: ‘no sale nada neurológico, ni en sangre’. Y el doctor me manda a hacer yoga, pilates, y psicoterapia. Y yo les respondo: oye, es que todo eso ya lo hago’”.
Mientras, las cosas se acentuaban. Cuando Daniela baja una escalera, las piernas le temblaban. “Y los doctores me decían: no está pasando nada, haz ejercicio, ve a terapia”.
Así pasó un año, y me dije: ‘bueno, si no sale nada en los análisis, pues no tengo nada’. Siguió con los achaques, entró a la maestría. Y hacía 15 minutos de estiramientos cada tercer día, porque no tenía energía para más, porque los doctores decían que todo era psicológico.
“Y fue entonces que, un día, me encontraron tirada en el piso sin poderme mover”.
CONTINÚA
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