Por Julio César López
Nunca en mi larga vida vi sangrar tanto a una mujer, como aquel lunes de mayo, Día de la Santa Cruz de 1982.
La verdad me espanté, pero no grité ni me apaniqué. No había manera de parar la hemorragia de Julia y, lo peor, estábamos lejos, a unos tres kilómetros del pueblo; en el ranchito de mi padre; a donde se llegaba por un camino de terracería, lodoso.
Era como si una navaja filosa hubiera perforado la parte baja de su vientre de mi novia, donde se une el pubis con esas piernas bien torneadas que, minutos antes, me subieron al paraíso para dejarme caer casi inmediatamente después, de golpe, a lo que sería un infierno temporal.
Era la primera vez que hacíamos el amor –los dos teníamos 18 años– y, visto a lo lejos no encuentro más explicación que el día que elegimos para intimar coincidió con el flujo menstrual de Julia –ella asegura que no–; de tal suerte que esa tarde tuvimos que pedir ayuda a una prima que vivía por el rumbo, colindante con la escuela secundaria del lugar.
Mi prima Lupita fue la que nos auxilió con una toalla sanitaria y ropa, para que mi novia se mudara, pues la falda que llevaba puesta, de color blanca con rayas grises, hubiera podido ser usada como evidencia de la masacre que acabábamos de realizar en un cuartucho de la casa en ruinas del rancho San Juan Aguafría.
–Prima, mi novia tuvo su menstruación de manera inesperada, y manchó toda su ropa. ¿Nos puedes permitir que se bañe y lave su falda?–; dije a Lupita, muriéndome de nervios.
–Qué barbaridad!!! Pasen, pasen–; nos respondió.
Mi prima condujo a Julia al baño y luego, muy generosa, le acercó una toalla sanitaria y ropa de una de sus hijas. No hizo preguntas indiscretas. Julia se bañó y lavó su ropa, y después de agradecer el gesto, partimos rumbo al pueblo.
Caminamos de regreso por todo el periférico, hasta el Puente de Los Pinos, y de ahí doblamos a la izquierda hasta la Farmacia de Los Pobres. Una vuelta más a la derecha, hasta la puerta de la casa donde vivía mi novia.
Nos despedimos con un abrazo y un beso, temblorosos los dos. Quedamos de vernos a las 7 de la noche, en un partido de basquetbol, en la Escuela Clemente S. Trujillo, ubicada entonces junto al parque central; a un lado de la iglesia de Santiago Apóstol.
Julia llegó puntual a la cita y estaba tan pálida como un papel en blanco, sin letras. Recuerdo que me contó que cuando llegó a casa de sus tíos, les dijo que se iba a acostar porque había tenido su menstruación, pero que no le paraba la hemorragia.
Horas más tarde, el tío la llevó a consulta al hospital, un tanto preocupado y un tanto incrédulo de la versión de Julia. En la consulta externa, mi novia contó la misma versión que al tío, y el médico, joven él, pidió que él se retirara para poder hacer una auscultación.
La verdad es que el médico se portó a toda madre; no revisó a mi novia, pero sí le pidió a Julia que le contara la verdad, pues no creyó nada la versión que había dicho.
–Soy médico, no te preocupes. Sé guardar secretos–; le dijo.
Ella le contó la verdad y el médico le recetó anticonceptivos y le recomendó reposo absoluto.
Cuando el tío vio la receta, se enfureció, pero no soltó más que una pregunta: “¿estás embarazada?”. Julia respondió que no –“cómo crees”—y él no se quedó conforme. Así que dejó a Julia acostada en su casa y fue a consultar a un médico amigo.
El médico leyó la receta, y tranquilizó a su amigo con un “los anticonceptivos son hormonas y pueden servir para regular la menstruación”.
–¿No es que está embarazada?–; insistió el tío.
–No, a una mujer embarazada no se le dan anticonceptivos. ¿Para qué servirían si ya está embarazada? Más bien se les da antes, para evitar que se embaracen–; explicó el galeno.
El tío José, maestro de Educación Física entonces, se tranquilizó con la explicación del doctor. El que seguía nervioso era yo.
Ya entrada la noche, acompañé a Julia a su casa, y en medio de la oscuridad nos dimos un prolongado beso. “Cuídate; estaré pendiente de ti”.
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Serían las 11 de la noche cuando escuché el ruido de un motor que se apagaba, seguido de los toquidos en la ventana de madera de mi cuarto, que daba a la calle.
Pensé que era mi suegro, y creí que vendría furioso a reclamar que me casara con su hija “mancillada”. Me tapé la cabeza con la cobija y noté que temblaba, de nervios y no de miedo, porque la verdad yo estaba perdidamente enamorado de Julia y no sería ningún problema desposar a mi novia.
–Cuñado, abre cuñado–, escuché que decían en voz baja, como en secreto.
Reconocí la voz de un amigo inseparable y volví a pensar que traía noticias de Julia. Pero no. Cuando salí a la calle, mi amigo Luis Enrique me dijo que me estaban buscando porque había un grupo de personas que querían sacar al presidente municipal de Yajalón y querían contar con el apoyo de los estudiantes del CBTA 44.
En medio de la oscuridad, caminamos hacia el centro y nos reunimos a platicar con un grupo de personas encabezadas por un estudiante de Leyes, ávido de poder. Yo seguía tiritando de nervios, pero aún así llegamos a acuerdos básicos:
Tomaríamos la presidencia municipal, y los estudiantes del CBTA propondríamos al alcalde sustituto, previa consulta a las bases. Los demás sectores aceptarían la decisión.
Al final de la reunión, mi amigo Luis Enrique repitió varias veces la misma frase, como hablando para sí mismo:
“Tomaremos la presidencia municipal, y nosotros pondremos al próximo presidente municipal. Tomaremos la presidencia municipal, y nosotros pondremos al próximo presidente municipal”.
Luis Enrique me acompañó de regreso a mi casa y en las tres cuadras de recorrido observamos las luces de dos o tres carros y yo me ponía a temblar, creyendo que era el papá de mi novia que me venía a buscar. Pero no, no pasó nada y aunque llegando me acosté y me volví a cubrir hasta la cabeza con la cobija, no pude conciliar el sueño ni dejar de tiritar.
Al otro día, lo primero que hice fue ir a la escuela y buscar a Julia en su salón de clases, pero no la vi. Pregunté con una prima y me dijo que mi novia no había llegado, que tal vez lo haría más tarde.
En el receso, nos juntamos los representantes de grupo para platicar de la propuesta de la noche anterior. Mi cabeza estaba en otro tema, en Julia, en quién más, pero aún así acordamos participar en el movimiento que buscaría derrocar al presidente municipal.
Minutos más tarde me buscó un primo de mi novia, de nombre Javier. Me dijo que Julia se había ido a su pueblo, y que me había dejado una carta, que me entregó al momento. Leí la carta y en ella me decía que seguía sintiéndose mal, que había perdido mucha sangre, y que su papá la había llegado a buscar.
No volví a saber nada de Julia el resto de la semana. Para tranquilizarme, volqué todas mis energías en el proyecto de la toma de la presidencia municipal.
Sumamos adeptos y la toma resultó todo un éxito.
En cuestión de minutos, la presidencia municipal quedó bajo nuestro control. Un solo detalle no tomamos en cuenta: el gobernador era el sanguinario general Absalón Castellanos Domínguez, el mismo de la Masacre de Wolonchán, y de inmediato nos mandó a desalojar a garrotazo limpio.
Aún hoy día, cuando cierro los ojos, me veo saltando por la ventana de la alcaldía y minutos después abrazando en el parque a una bella adolescente, morena de pelo ensortijado, que participó en el movimiento del 82. Se llamaba Sofía y lloraba de rabia e impotencia en mi hombro derecho.
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Julia apareció en la escuela hasta el lunes siguiente. Aún se veía pálida y en la coyuntura de ambos brazos se notaban sendos moretones, como si alguien la hubiera jalado con fuerza.
Me contó que le habían puesto mucho suero intravenoso, y que su padre ya no la quería dejar regresar a las aulas. “¿Para qué? Pronto te vas a casar y atenderás a tu marido y a tus hijos”; dijo que le dijo.
El caso es que Julia se rebeló y decidió terminar la preparatoria. Mientras duró, todo fue miel sobre hojuelas. Recuerdo que a menudo nos escapábamos al ranchito y que cuando olvidaba las llaves del cuarto, nos metíamos al beneficio de café y hacíamos el amor sobre un muro de cemento del tanque donde se despulpaba el aromático grano.
Un día descubrí que un amigo de ella nos seguía –se llama Martín–, pues nos quería ver en las artes amatorias. Caminaba paralelo a nosotros, escondido entre el cafetal de enfrente, mientras nosotros avanzábamos entre el lodo. Recuerdo que lo encaré y creo no lo volvió a hacer, pero no estoy seguro de eso, porque ese Martín de ojos saltones era desde joven una especie de voyerista.
Por las tardes, entre semana, nos veíamos en el parque del pueblo e íbamos a un negocio llamado El Pulpo, a consumir refrescos y a escuchar música de moda, entre otros a Camilo Sesto, José José, Piero, Miguel Gallardo, Jeanette y su Muchacho de los ojos tristes y, por supuesto, Julio Iglesias. En pocas ocasiones fuimos al cine, cuando Julia se quedaba en fines de semana.
Una de mis maldades favoritas era jugar al fútbol 7 en los recreos en la escuela, con El Mudo, El Tribilín, El Pato, El Tío, El Shish y El Perro, que en paz descanse, y llegar todo sudado a abrazar a Julia. Quería provocar que me rechazara, pero nunca lo hizo y eso me enamoraba aún más.
La verdad es que el noviazgo no duró mucho, o no como yo hubiera deseado, pues tuve que salir a estudiar fuera, y el papá de mi novia la presionó mucho para que me dejara.
—Es un bueno para nada. Es un vago–; dice que le decía cuando se refería a mi. “Yo te voy a presentar a un hombre de bien”; me contó que le insistía.
Y sí, mi suegro cumplió su palabra. Al cabo de un año, Julia me dijo que ya no podía más y que su padre le había presentado a un abogado, con el que él quería que ella se casara.
La despedida, recuerdo, fue en mi casa. A propósito retrasamos la salida de la escuela, para que Julia no pudiera regresar a su pueblo. Le pedí que se quedara y ella accedió. Caminamos como en cámara lenta desde el Barrio Lindavista hasta llegar a su casa. Fue la última vez que, juntos, subimos al paraíso.
Hoy recordé este episodio de mi vida, porque pasé por el antiguo y desaparecido Colegio Superior de Agricultura Tropical (CSAT), en Cárdenas Tabasco.
Justo ahí, donde hoy existe un centro de investigación del Colegio de Posgraduados de Chapingo, fue donde aluciné a Julia por dos años, y la vi llegar en múltiples ocasiones a buscarme, hasta que me acercaba y descubría que no era ella.
Nunca creí que la separación fuera para siempre, y aún hoy me veo escribiendo en la pared color verde agua de mi cuarto las fechas del inicio del noviazgo y nuestra primera vez en la cama, donde alguna vez nos sumergimos en medio de esa sangre que casi nos ahogó y estuvo a punto de quitarnos la vida.
Al final su papá tuvo razón: ella encontró a un buen partido; supongo que ha sido feliz, y yo he sido el vago que a temprana edad anunció mi suegro, y medio vivo buscando palabras simples para contar historias que, aunque ficticias, parezcan reales, 37 años después de que me dijeron que sucedieron.