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Desde mi balcón: Crónicas de la pandemia

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Por Gerardo Soriano

A través del balcón, las horas del confinamiento asemejan a las gotas que se deshilan de una hoja a otra, entre las ramas de un sauce llorón. La velocidad con que caen contrasta con la vorágine con la que el COVID-19 avanza por el mundo y llega a esta ciudad de edificios de cantera verde, donde el viento nos hace lo que a Juárez.

Será por nuestro aguerrido espíritu milenario que desafiamos las recomendaciones de las autoridades de salud y la súplica del mancebo tlatoani, de quedarnos en casa, porque muy pocas personas fueron seducidas por el canto del zenzontle y, valiéndoles madre, se pasean por la calle, muy uyuyuy.

Desde muy temprano, antes de que el sol rompa el alba, me despertó la escoba de perlilla del barrendero (¿en otras ciudades patrimonio cultural de la humanidad, trabajadores de limpieza le sacarán brillo al choclo de las calles, con esas escobas viejísimas?). Cuando salí al balcón, lo vi a lo lejos empujando su último modelo y dándole duro a la acera del mercado de Sánchez Pascuas.

Con menos de cinco horas bajo las sábanas, cortesía del insomnio distópico que padezco desde que el monstruo en forma de corona se atravesó en mis sueños, decidí retornar a la cama, pero fue imposible volver a dormir. Así de ligero es mi sueño estos días. ¿Me lavé las manos antes de volverme acostar?, me pregunto y para estar seguro, mejor me pongo de pie y voy al lavabo de nuevo. 

Los ruidos de diferentes repartidores que llegan al Sánchez Pascuas me hacen compañía. ¿Ya estará poniendo su puesto la señora de las memelas? Me pregunto mientras el hambre dentella mis intestinos, al ritmo de los motores de los autos que han vuelto a circular y de algunos camiones refresqueros, ¿será el urbano? No, estoy convencido que es uno de refrescos. Me lo dice mi oído, aguzado estos días de encierro. 

Desde hace una semana he tenido la tentación de cruzar la calle y rendirme a dos memelas de lengua y una de moronga, junto a un champurrado bien calientito, pero la idea de que alguien estornude mientras les doy una tarascada a esos pedazos mágicos de masa y asiento de cerdo, me detiene. 

Luego recuerdo que la señora sólo limpia con un trapo- eso sí muy limpio-, los platos en los que sirve las pellizcadas y se me pasa el antojo; por si alguna resistencia quedara, los más de dos mil casos de COVID-19 anunciados por el locutor del noticiero radiofónico matutino, me derrotan y me convencen de quedarme en casa.

Así que ni modo, me prepararé unos huevos, aunque sea sin jamón porque el que tenía de reserva me lo terminé ayer como botana, mientras, acompañado de un Jack Daniels, revisaba los trabajos que estudiantes de la Preparatoria me mandaron. Lo siento, reprobé el curso de sobrevivencia en épocas de crisis y no aprendí a racionar la comida.

Mientras leo admirado por la excelente preparación básica que docentes de la Sección 22 han impartido a mis estudiantes de 1er grado de bachillerato, al seguir revisando aquellos ensayos inmaculados de acentos y errores de ortografía, veo con horror cómo esta mañana la gente camina ya, pegadita a la pared, como hormiguitas, uno tras otra, sin cubreboca, pero tapándose de este sol inmisericorde. Supongo que temen más a un carcinoma que a este virus.

En las redes sociales, jóvenes reporteros transmiten en vivo la reapertura de accesos a la Central de Abastos, cerrada durante tres días, por ser considerada una zona de alto riesgo de contagio. Ahí están las y los comerciantes con su cubreboca, retirando las vallas al momento que los policías los miran desde lejos.

Ahí están, presurosos y presurosas, con mandiles de mezclilla puestos, agitados, mercaderes esperando que sus compradores vuelvan. ¿Habrá un protocolo de reapertura, alguna autoridad les capacitó para ofrecer sus productos, cuidarse y cuidar a su clientela?, ¿cómo asegurarán que se lleve a cabo la sana distancia entre esos pasillos diminutos? ¿Fue oportuna su reapertura? En 14 días lo veremos. 

Mientras esas preguntas merodean mis pensamientos, me dejo llevar por el inmenso cielo azul, tan resplandeciente, que parece como si le acabaran de dar una mano de pintura. Así han sido estas semanas de confinamiento, como si buscara un refugio en las alturas, porque acá abajo, al menos en esta ciudad, el futuro solo dura 14 días.  

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