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Muerte anunciada, muerte puta

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Julio César López

Postrado en un catre de lona con resortes, a punto de desfallecer, vencido por el maldito colesterol que invade mis arterias, vino a mi mente la imagen de Antonio Ortega, mi amigo de la Universidad de Chapingo que perdió la batalla muy joven y sucumbió víctima de una insuficiencia renal crónica a los 18 años; tal y como lo había pronosticado el adivino o brujo de La Trinitaria.

“El niño tiene poderes y si no los usa, si no se dedica a curar cuando crezca, morirá a los 18 años”; dijo “el brujo del pueblo” a la familia de mi amigo, cuando Antonio apenas tenía un año de edad.

Los familiares no creían en brujos o adivinos, pero lo llevaron a “consulta” porque notaban “cosas raras” en mi amigo. Por ejemplo -me contó su hermano Josué-, que en una ocasión se espantaron porque Toñito desapareció de su cuna, y sin saber gatear aún, lo hallaron en un cafetal, intacto, sin ningún rasguño, a 200 metros de su casa.

–Nunca supimos qué pasó. No había manera de que él se bajara de la cuna, y menos aún que avanzara hasta el sitio en que lo hayamos—, me confió Josué, el hermano agrónomo, marxista él, el día del sepelio, en Comitán.

La cosa es que, por la insistencia de unos parientes, decidieron ir con el curandero y éste los asustó después de revisar meticulosamente al niño: le rezó, le esparció buches de aguardiente en todo el cuerpo y le dio una limpia con albahaca y huevo, para luego darles el inesperado pronóstico que, 17 años después, se cumpliría a cabalidad. 

–El niño tiene poderes. Y si cuando crezca no se dedica a curar, morirá a los 18 años–; sentenció el brujo.

Por supuesto que mis amigos no creyeron en ese momento lo que el curandero dijo, pero siguieron notando que la mente de Toñito iba delante de los niños de su edad. Muchas veces, Toñito decía que iba a pasar algo, como cuando uno va al cine a ver una película por segunda vez, y pasaba.

La verdad yo nunca noté nada extraño ni extraordinario en mi amigo Antonio, hasta el día de su muerte. Pero de eso les contaré más adelante.

Mientras, déjenme platicar de su vida, en el poco tiempo que lo traté: Toñito era un muchacho muy jovial y muy solidario. Venía de una familia humilde, de cinco hermanos, de La Trinitaria, Chiapas, y sus mayores se esforzaron para lograr una carrera universitaria. 

Dos de ellos ejercían como maestros de preparatoria y se identificaban con el movimiento democrático popular. Uno de ellos, Josué, se convertiría más tarde en nuestro instructor, cuando un amigo y yo hacíamos lo imposible por entrar a la guerrilla, a la que después conoceríamos como Ejército Popular Revolucionario (EPR).

Él nos instruyó en defensa personal, y con él organizábamos talleres de lectura de marxismo-leninismo. Pero, bueno, no es de él de quien me toca contar hoy, sino de mi amigo Toñito.

Antonio no podía ser diferente a sus hermanos. Él quería ser ingeniero agrónomo, como Josué, y para emularlo ingresó a Chapingo desde la preparatoria. Garantizaba así ocho años de escuela, con manutención incluida, pues la Universidad otorgaba becas a los estudiantes de escasos recursos.

En Antonio se advertían dos virtudes muy notables; era aplicado y muy solidario, y por ello, el día que se lo propusimos, sin dudarlo se unió al Comité de Apoyo a las Luchas de los Campesinos de Chiapas, que formamos con otros compañeros de la UACh.

La verdad es que sólo apoyábamos a la Organización Campesina Emiliano Zapata (OCEZ), de Chiapas, pero por estrategia no lo podíamos decir, y juntos nos vimos saloneando, boteando y recolectando víveres para apoyar a los “Totiques” de Venustiano Carranza, que en 1985 luchaban por la recuperación de sus tierras comunales, en manos de los caciques.

Un día, recuerdo, nos paramos a la salida del comedor de Chapingo a esperar que los compañeros estudiantes terminaran de comer, para pedir que donaran la fruta que daban de postre, y logramos recolectar ocho costales de naranjas que, después, nos significaron un reto trasladar al plantón del Zócalo de la Ciudad de México.

Fuimos con el director de Sociología Rural, Jorge Moret, y él nos dijo que saldría más barato comprar la fruta en La Merced, que trasladarla desde Chapingo. Le respondimos que tenía toda la razón del mundo, pero que era importante que se notara la solidaridad de los chapingueros con los campesinos indígenas de Chiapas.

Lo convencimos y nos prestó una Jeep Wagoneer de color roja para trasladar la fruta al mismísimo corazón del país. En esa camioneta llevamos la solidaridad a los indígenas de la OCEZ, sin saber que días después, los campesinos serían desalojados por la fuerza por el Grupo Zorros, brazo policiaco represor del presidente Miguel de la Madrid Hurtado.

Los campesinos fueron gaseados, toleteados y subidos a diferentes autobuses, y sin destino cierto los dejaron abandonados en lugares para ellos desconocidos, a orilla de la carretera. Algunos se regresaron de aventón a Chiapas, pero otros se reorganizaron como pudieron y, necios, regresaron en busca de solidaridad.

Y ahí estábamos Toñito, yo y muchos más, participando en las marchas de apoyo a los indígenas tsotsiles. De ese momento, recuerdo una consigna que molestaba mucho al gobierno, con razón, y que la coreábamos a gritos afuera del Palacio Nacional: “Paloma Cordero, tu marido es un culero. Paloma Cordero, tu marido es un ratero”.

Por más que intento, no logro visualizar a Toñito el día del terremoto, aquél fatídico 19 de septiembre de 1985. Lo busco y no lo encuentro entre mis recuerdos. No sé si estuvo o si había enfermado ya, porque lo de su malestar fue repentino, tanto que nos sorprendió que la Universidad propiciara su traslado urgente a un hospital privado.

Tampoco recuerdo el nombre del hospital, pero sí veo ahí a toda su familia, y a sus hermanos ofreciendo donar un riñón para tratar de salvar la vida de mi amigo Antonio. Todos mostraron mucha disposición, pero mi amigo rechazó todo gesto de generosidad hacia su persona.

Es mejor que se muera un hijo y no que se mueran dos–; dijo con serenidad a su apesumbrada madre el día que fue informado que en Estados Unidos se hacían once pruebas de compatibilidad antes de un trasplante de riñón, y en México ninguna.

Así que Toñito no aceptó el gesto solidario de sus hermanos, y poco a poco su salud fue menguando; hasta que junto a su familia decidió su retorno a Chiapas, a una casa humilde, sencilla, en la colonia Miguel Alemán, en la periferia de Comitán.

Del terremoto claro que me acuerdo, pero sin Toñito. La tarde anterior, mi novia y yo decidimos ir al cine, al entonces Distrito Federal. Vimos dos películas de Costa-Gavras: Estado de Sitio, sobre la lucha armada de Los Tupamaros en el Uruguay, y Z (Zeta), ganadora del Óscar a la mejor película extranjera años atrás.

Se nos hizo noche, y decidimos quedarnos a dormir en el Hotel Pino Suárez, en el centro de la ciudad capital. Al día siguiente, 19 de septiembre, nos despertamos muy temprano para poder viajar y llegar a clases a la Universidad.

Tomamos en Metro hasta Zaragoza y ahí nos subimos a un pesero que nos llevó a Chapingo. La verdad es que no sentimos ningún sismo, ni nos dimos cuenta del enorme daño que causó el terremoto, hasta que llegamos a la escuela y vimos el largo corredor de acceso lleno de monitores de televisión.

¿Qué pasó?–, preguntábamos mientras mirábamos sucumbir la ciudad, anonadados. La parte más afectada, o con daño más aparatoso, era sin duda Tlatelolco, donde colapsó el edificio Nuevo León, que quedó como acostado, como un acordeón, con un saldo indeterminado de muertos y heridos.

Muy cerca de ahí, sobre Insurgentes Norte, vivían unos amigos de Yajalón, a los que apodamos Los Patos, y no había manera de saber de ellos sino yéndolos a visitar; cosa que hice al día siguiente, 20 de septiembre.

Todos estaban bien, pero muy asustados por las imágenes vistas el día anterior. Hablábamos de eso, cuando de nuevo se volvió a estremecer el suelo, con una réplica un tanto menor, pero no menos riesgosa que la del terremoto original, pues muchos cimientos quedaron dañados.

Bajamos corriendo por las escaleras. El departamento estaba en el cuarto piso, y al llegar a la planta baja uno de ellos, Arturo, se dio cuenta de que arriba había quedado su sobrina, una niña de cinco años tal vez.

Como pudo subió por ella, y ya juntos, temblando aún, atravesamos corriendo Insurgentes Norte, con el riesgo de ser atropellados por cientos de vehículos que circulaban en ambos lados del camellón.

Sobrevivimos.

Pero, bueno, volvamos al tema de Toñito. Como ya les dije, él decidió dejar el hospital de la Ciudad de México y regresar a su casa, a Comitán. Poco volví a saber de él durante un tiempo. En ocasiones hablaba con sus hermanos y ellos me daban el parte médico; nada alentador.

Llegaron las vacaciones de fin de año, y viajé a mi pueblo, Yajalón. Al cabo de unos días, de manera casi improvista, decidimos conocer Guatemala, con un amigo, Juan Carlos, y acordamos que de regreso nos quedaríamos en Comitán, para visitar a Antonio.

Estudiantes pobres como éramos, viajábamos “con el gordo”, de aventón y el primer día apenas pudimos llegar a Comitán, ya noche. Nos quedamos en un hospedaje económico, y a la mañana siguiente, muy temprano, decidimos continuar el viaje a la tierra del quetzal.

Nos dirigimos a la carretera y, que casualidad, pasamos por un lugar donde vendían cajones para muertos. Y mis amigos estaban ahí, comprando uno. Josué me saludó con mucha naturalidad y camaradería –aún no era nuestro instructor–, y nos dijo que Toñito acababa de fallecer, y que un día antes, muy sereno, le dijo a su hermana Oralia que yo iba a llegar a visitarlo; que me tratara muy bien, porque yo era su amigo más cercano.

–Julio va a venir mañana. Por favor atiéndanlo bien, porque es mi mejor amigo–; dicen que dijo. “Siempre nos hablaba de ti”.

Yo no supe qué decir, porque ni yo sabía que ese día estaría en Comitán, pues mi plan del día anterior era avanzar hasta Quetzaltenango. Por eso he llegado a creer que mi amigo Antonio tenía poderes, tal y como lo anunció el brujo de La Trinitaria 17 años atrás, cuando mi amigo era un niño de cuna.

Llegué a Comitán a visitarlo, el día que él anunció. La pena es que ya no lo hallé con vida, y suspendí el viaje para quedarme a su sepelio. Guatemala tuvo que esperar para otra ocasión.

Muerte puta: Toñito falleció a los 18 años, como estaba anunciado, pero no escrito hasta el día de hoy.

Lo que les cuento es una historia cierta, y ustedes deciden si quieren creerme o no.

Lo único ficticio es el inicio porque no es verdad que esté postrado, y menos aún que desfallezca en un catre de lona con resortes, pero fue justo esa imagen la que me hizo recordar mi breve paso por la Universidad de Chapingo, mientras vivía en un pueblo de calles de tierra, llamado Boyeros, cercano a la Universidad, en el municipio mexiquense de Texcoco.

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