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Rip, caja: mientras los supermercados aumentan números, empleados enferman de covid-19

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El crecimiento de las ventas de los supermercados fue, en el mundo de los negocios, de lo más celebrado de la pandemia de covid-19. “Todos los días parece 23 de diciembre”, dicen los CEOs, dejando afuera de sus festejos los daños colaterales del fenómeno: los contagios a los que han sido expuestos sus empleados, en la línea del frente que recibe a la muchedumbre que diariamente llega a abastacerse

Texto: Joao Peres

Fotos: Bocado

Hasta mediados de marzo Magdalena tenía una de las profesiones más seguras del mundo: cajera de supermercado en Brasil. Trabajaba sentada, a pocos metros del personal de seguridad – hombres armados –, rodeada de colegas y clientes. Aunque la rutina fuera desgastante, no había experimentado nunca el vértigo, el miedo, una amenaza. Pero la pandemia por covid-19 cambió todo. También su vida. Hoy pocas profesiones son más arriesgadas que la suya.

Magdalena tiene 41 años, vive al norte de la ciudad de São Paulo y trabaja desde hace tres en una unidad de Atacadão –la línea de supermercado de precios bajos de la compañía Carrefour. Es una mujer directa que habla de sí misma en plural, y sin rodeos, incluyendo en su tragedia a las otras 20 mujeres con las que comparte el turno de trabajo de ocho horas diarias. No son un sindicato ni mucho menos. Pero, dice Magdalena, olvidadas por la empresa, aprendieron a cuidarse entre ellas, y a administrar su salario apenas mayor al sueldo mímino: 190 dólares al mes.

Atacadão siempre fue exitoso, pero en las últimas semanas convocó multitudes en busca de precios bajos para llenar la alacena de enlatados, congelados y productos de limpieza. Las imágenes registradas por clientes y empleados muestran escenas que parecen de guerra: multitudes raleando las góndolas, empleados exhaustos, volviéndolas a llenar. Sucedió desde el comienzo del confinamiento –que en Brasil jamás fue oficial, ni  mucho menos nacional-, y 14 días más tarde, los que marca la incubación del virus, varios trabajadores empezaron a experimentar síntomas. El contagio fue brutal. A tal punto que una investigación de  la Universidad Federal de Rio de Janeiro ubicó a la profesión de Magdalena –cajera- entre las más riesgosas: el 53 por ciento pasó de un día para el otro a estar en riesgo de tener coronavirus. 

Jaraguá, el barrio donde concentraremos esta historia (que se replicó, idéntica, en miles) nunca fue un lugar fácil. Es un lugar de favelas con sus casillas que amontonan vidas haciendo de la distancia sanitaria algo completamente imposible. Ni hace falta un virus, la esperanza de vida en una época normal roza apenas los 61 años. Veinte años menos que cualquier barrio de clase alta. Pero en junio de 2020 el lugar tuvo un nuevo récord: se volvió la zona con más muertes, del estado con más muertes, del país con más muertes de América Latina. 

En Atacadão de Taipas no hay música, no hay aire acondicionado, no hay espacio entre las góndolas y el techo. Cada pasillo es un sector que los clientes recorren para escoger productos con paquetes dañados, frascos agrietados, o directamente cajas arrojadas por el suelo.

El carrito de una señora ostenta, sobre una montaña de ultraprocesados, un resistente manojo de perejil. Un cuerpo raro; algo así son los vegetales en ese lugar: un exotismo, un lujo. Lo que la gente compra son los paquetes plásticos que decoran la tragedia social, ambiental y sanitaria que se va profundizando. Llevan de a dos carritos de promociones y comestibles baratos y avanzan. “Los clientes están encima nuestro. No hay ninguna distancia de seguridad”, nos había dicho Magdalena por teléfono a comienzos de abril. “La gente simplemente ingresa, ni siquiera hay regulación sobre la cantidad que puede haber en el local al mismo tiempo”. 

Nos acercamos y lo comprobamos. Sin lugar para caminar sin chocar uno con otros, los clientes y empleados se confundían en esa masa que los hermanaba: víctimas de un sistema impiadoso que se erige sobre las diferencias, al punto de hacer del derecho a la salud un lujo. “La gente se va a joder”, sentenció el hombre que ese día lo grabó todo con su celular. Las muertes en Brasil por Covid-19 sumaban apenas un poco más de 100, pero se avecinaba lo que hoy se instaló –la muerte de miles de personas- y nadie pensaba para ellos ninguna medida ni capacitación ni equipamiento de seguridad. 

Compras de guerra para un escenario impredecible, algo que los directivos de la empresa sabían y celebraban. “Los siete días de la semana son como el 23 de diciembre. Nuestro equipo necesita ser guerrero, determinante, para enfrentar a la multitud”, dijo Belmiro Gomes, CEO de la competencia de Atacadão: Assaí, la línea mayorista de Pão de Açúcar, al comentar los resultados de los primeros quince días de cuarentena, mientras proyectaba un crecimiento del 20 por ciento para los meses venideros.

Del mercado al supermercado

Los supermercados son una fiebre que se propagó por América Latina mucho antes que el coronavirus. En los años 90 las fronteras se abrían a la importación de alimentos, y a fuerza de márketing y acuerdos de libre comercio, los sistemas alimentarios locales se posicionaron como un pasaje al pasado que la región estaba comandada a dejar atrás. 

El éxito fue rotundo. En Chile, más de 50% de la comida se compra en supermercados. En Honduras, México y Perú, tres empresas controlan alrededor de 90% del sector. Walmart, Casino, Carrefour, Cencosud, Oxxo: nada cambia entre nuestros países. 

Ese éxito fue acompañado por el aumento de enfermedades crónicas no transmisibles, que enseguida convirtieron a la región en una que podía jactarse de contar con los peores indicadores del mundo. 

El campo también sufrió las consecuencias de la transformación alimentaria: el agronegocio disolvió fronteras y entre Brasil, Argentina y Paraguay se creó la República Unida de la Soja, con casi 90 millones de hectáreas monocultivadas de esa sola planta, que se utiliza para alimentar animales de cría industrial o rellenar productos ultraprocesados. Sólo en Brasil, la producción de maíz transgénico – que se emplea para generar piensos, aceites, almidones, harinas, azúcares y aditivos – alcanzó las 18.5 millones de hectáreas. 

En Brasil los productos comestibles ultraprocesados representan el 20% de las calorías que se comen por día. Mientras disminuimos la producción y consumo de frijoles en un 50%, y de arroz en un 37%. 

Carrefour y Pão de Açúcar controlan solas un tercio del supermercadismo de Brasil. Y ambas viven la euforia de la pandemia. En las dos últimas semanas de marzo, al inicio de la cuarentena, el grupo Carrefour registró un aumento del 20.9 % de las ventas a comparación con el mismo mes del año anterior. Pão de Açúcar tuvo aún más suerte: 56.5 %. Se trata de ventas diferenciadas: los más afortunados compran por internet a domicilio. Los pobres ponen el cuerpo: se amontonan frente a la góndola mientras sortean a otros pobres los que como Magdalena, los atienden. Los «Atacarejo»,  la línea mayorista es la más exitosa, y, como el virus su propagación se vuelve exponencial en la pobreza. Hoy el 70 % de las ventas de Carrefour y el 60 % de Pão de Açúcar.

El modelo fue clave durante la presidencia de Luiz Inácio Lula da Silva. Pero ahora es crucial: a medida que aumenta la pobreza, aumenta el consumo en esos locales. Choferes de Uber, mucamas, asistentes de telemarketing, empleados del comercio, recepcionistas, profesores, vendedores de comida callejera: todos intentan estirar en esas góndolas ingresos deteriorados. 

Una joven pareja elige una caja con 36 hamburguesas. Un señor analiza los precios de paquetes con docenas de salchichas de marca desconocida. Las madres con niños llevan yogures, dulces, snacks, leche en polvo, achocolatados al por mayor. “Atacadão es el mejor lugar”, dice una mujer que se aventura a una montaña de manzanas marchitas e intenta escoger las que no están podridas.

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