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El hospital incurable | Primera parte, el principio del final

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Adrián Lobo

Mucho he estado pensando últimamente —recordando, mejor dicho— que todo principio viene aparejado con su
propio final.

Mi grata experiencia escribiendo esta humilde columna, colaborando con el portal pagina3.mx, no
escapa a ser alcanzada por la implacable sentencia y será esta la primera parte de la sentida y llena de gratitud
despedida de rigor.

Sucede, estimados todos, que tienen la gentileza de dedicar unos valiosos minutos de su tiempo para atender la
lectura de mis dislates, que siento que he agotado el tema, que todo lo que podría continuar diciendo sería
repetir lo anteriormente expuesto.

Esto a pesar de que sostengo también la tesis que la puerta del hospital es de hecho la entrada a otra dimensión donde las vivencias, experiencias y peripecias tienden al infinito.

Quizá es únicamente que desde mi perspectiva no tengo más que comentar, porque como siempre he dicho, lo
que hago es nada más la glosa de lo que se alcanza a ver «a nivel de calle», no dudo que hay muchos temas
que se manejan en los extremos, en los niveles más altos y los más bajos, los cuales quedan fuera del alcance
tanto de mi conocimiento como de mi entendimiento, seguramente.

Recuerdo, por ejemplo, haber visto capturas de pantalla de una supuesta conversación entre el dotor Juanito
Díaz Pimentel y un oscuro delegado sindical donde el primero dice que los Servicios de Salud de Oaxaca han
estado cometiendo un desfalco a los trabajadores eventuales.

Yo supongo que a eso se debe que nuestro sueldo como tales sea hasta un 50% menor al de los compañeros de base con el mismo código presupuestal y que no tengamos prestaciones ni derecho a bonos de ninguna clase.

Lo que haya de verdad en ello no podría yo decirlo, soy tan solo un comentador, no soy un periodista, no tengo
ese olfato que me ayude a discernir entre la información certera y los simples rumores sin fundamento.

Por otra parte, desde los niveles más altos hasta los más bajos, según la más fuerte, peligrosa y común infección
nosocomial que padecemos, conocida con el popular nombre de «chismorreo vil» o más elegantemente «radio
pasillo», hay personas que apenas llegan a un puesto de jefe de algo y empiezan a idear formas de
aprovecharse del cargo.

Es probable, creo yo, que incluso ni siquiera tengan que buscarlo, sino al contrario. El hospital no se libra tampoco de haber visto la luz trayendo consigo el germen de su propia destrucción.

Su principal falencia y la que lo condenó fue la ausencia de visión a largo plazo, de un plan de crecimiento
ordenado, de desarrollo. Con eso se cavó su tumba. Los malos manejos, la corrupción y el saqueo han estado haciendo el resto.

La incompetencia también ha tenido mucho que ver.

Por ejemplo, en el edificio principal, en cuya planta baja se encuentra el área de consulta externa y los demás niveles son el área de adultos, hay actualmente tres elevadores, de los cuales en estos días sólo uno ha estado funcionando en forma intermitente.

El principal de ellos tiene la misma edad que el hospital y durante un tiempo fue el único con el que se contaba.

¿De verdad a nadie se le ocurrió nunca que en algún momento podría llegar a quedar inoperante, por la razón
que fuese y que era necesario contar con un mecanismo de emergencia? Vamos, ¡por lo menos una cuerda o
uno de esos tubos, como los de los bomberos, caramba!

La falta de algo, como una rampa de emergencia tal vez, ha llegado a obligar a que se tenga que subir
pacientes, a veces hasta al cuarto piso, cargándolos en sillas de ruedas o en camilla, con los riesgos y
dificultades que eso implica, como lesiones de los trabajadores o una caída del paciente.

Como yo lo veo, ese recurso debería quedar reservado a situaciones extremas.

Las complicaciones mínimas que produce la falla terminante de los elevadores son: Cirugías canceladas, admisiones suspendidas y retrasos en la atención de urgencias (más de lo normal).

Se complica también la recolección de basura y ropa sucia en los servicios así como el reparto de la ropa limpia y del material de almacén.

Pero bueno, al menos fomenta que el personal haga cardio. En general parece que a nadie se le ocurrió que algún día sería conveniente crecer, ampliarse.

Mas como la necesidad existe, se ha ido improvisando sobre la marcha, pero cometiendo el mismo error, se piensa en el momento, en salir del apuro y sin considerar para nada el porvenir.

Así es como se explica que el piso del pasadizo que une el edificio de pediatría con el de adultos sea un plano inclinado.

Resulta que el punto más alto del piso en el primer nivel de pediatría es más bajo que el punto más bajo del piso en el primer nivel de adultos. 

Y es que las construcciones se realizaron independientemente, sin ninguna consideración de la una con la otra.

Y no fue sino hasta tiempo después que a alguien se le ocurrió que era buena idea unirlos para poder llegar de un edificio a otro sin tener que pasar primero por el exterior.

Admito que es una situación casi trivial. 

Pero no lo parece tanto cuando hay que pasar por ahí con una silla de ruedas o una camilla en donde va un paciente.

Imagine usted qué podría pasar si el peso es considerable y quien conduce el vehículo se resbala o si el aparatejo tiene algún defecto que dificulta su manejo. 

Alguien podría lesionarse, sea el compañero camillero o el propio paciente y sería lamentable. 

Todavía peor si resultara afectada una persona que casualmente vaya pasando por ahí en el momento.

Afortunadamente hasta ahora algo así no ha ocurrido. Como he dicho antes, quizá sea yo el quisquilloso. 

Algo más molesto para mí es la abundancia de lo que se llaman barreras arquitectónicas en la atención a la salud. No se trata únicamente de la accesibilidad para personas con capacidades diferentes. Hablo de estrecheces, de puertas angostas, de habitaciones reducidas.

Todo eso en un hospital se traduce en que resulta complicado introducir una camilla o silla de ruedas a un consultorio o similar cuando el marco de la puerta es apenas del ancho justo para hacerlo y es todavía peor cuando una vez adentro se vuelve casi imposible maniobrar. 

Agregue usted que hay a veces que apresurarse -por tratarse de una urgencia-, como en el cubículo de trauma y choque, y el escenario ya es empeorable. 

O casi, como cuando alguien ahí, médico o enfermera, pierde la calma y empieza a vociferar.

En el área de hospitalización de adultos -y eso no significa que en pediatría no ocurra también- por la falta de espacio es toda una odisea instalar en su unidad a un paciente que llega del servicio de Urgencias o del quirófano, o bien llegar hasta él para llevarlo a un estudio. 

A mí me recuerda mucho a lo que hay que hacer para caminar en medio de una espesa jungla, con machete en mano.

Aquí también hay que hacer espacio primero, hay que desplazar el mobiliario, a veces se hace necesario pedir a los presentes, si los hay, que desalojen por un momento. 

Luego, cuando se logra por fin llegar hasta donde se necesita, se debe ajustar cama y camilla a la misma altura y asegurarlas de modo tal que ninguna vaya a desplazarse inesperadamente ocasionando un accidente, porque de los respectivo frenos no puede uno fiarse, ya que muchos no funcionan y algunas camillas de plano no tienen.

¡Nada más de escribirlo ya empecé a sudar y sentirme cansado! 

Todo eso toma más tiempo y esfuerzo que la propia movilización del paciente, vaya pues.

Resulta entonces que me da por pensar que quienes han construido este lugar son egresados de La Loca Facultad de Ingeniería. O de Arquitectura, a estas alturas da lo mismo.

Igual hemos tenido o tenemos situaciones absurdas como tramos de escalera que no llevan a ningún lado o un pequeño cuarto en el que el interruptor que controla el encendido y apagado de la luz se encuentra fuera de él… al otro lado de la pared, completamente inalcanzable.

Hubo también un tiempo en que por las obras, o por la falta de ellas quizá, para llegar a un laboratorio en un segundo piso era menester salir primero del edificio y luego volver a entrar por otro lado.

Una conclusión a la que he llegado intercambiando impresiones con el prolífico escritor oaxaqueño Antonio Pacheco Zárate, autor de «Sol de agosto» y el próximo a publicarse «Centraleros», es que padezco de un terrible mal llamado «Verbosidad», que acaba de manifestarse, justamente. 

Resulta que todo lo que he dicho, no sólo en la presente colaboración, sino a todo lo largo y ancho de de ésta humilde columna, se puede sintetizar en lo siguiente: 

El hospital no da para más y requiere, cada vez con más urgencia, de un reemplazo. Tesis que he intentado demostrar.

adrian.lobo.om@gmail.com | hospital-incurable.blogspot.com | facebook.com/adrian.lobo.378199

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