Julio César López | Foto de portada: Ulises Castellanos
El Gordito de Espejuelos era un Güevón. Sí, así con G mayúscula y diéresis sobre la u.
Desde niño quiso ser guerrillero y aquel día en la cárcel, en el Reclusorio Norte del DF, sereno dijo a mi madre: «Si como hombre me metí en esto, como hombre me voy a aguantar».
Ya había soportado las torturas del grupo de Miguel Nassar Haro, el temible policía de la Dirección Federal de Seguridad y, se jactaría años después, no delató ni un sitio ni entregó a ningún camarada: “Hay algunos que les dan una cachetada para que hablen y otra para que se callen”; decía.
A él, nos contó, le hicieron todas las torturas que aparecen en el libro «Pedro y el capitán» –tehuacanazos, asfixia, toques eléctricos en genitales, alfileres en las uñas y el pocito– y cuando creyó que era mejor morir, tragó toda el agua de excusado para lograr su fin.
Sus torturadores comentaron: «éste no va a rajar» y por eso lo aparecieron en la cárcel y ahora, tras los barrotes, al lado de su amigo Rodolfo López Sol, quería llorar pero no lo hizo, al escuchar con asombro la manera inverosímil de cómo su progenitora se enteró de su captura, varios meses después de que sucediera.
Ella, joven aún, acudió a la tienda de la prima Blanca Durán, en Yajalón, a comprar medio kilo de arroz y en el periódico que sirvió de envoltura del grano vio la foto de su vástago y leyó que había sido capturado y hecho prisionero.
El gobierno tenía a un preso político más, El Chiapas, pero tenía que hacerlo pasar como un delincuente común, hasta que El Gordito de Espejuelos –aún no tenía este sobrenombre– fue reconocido como tal y salió libre con la Ley de Amnistía de 1978, promulgada por el presidente José López Portillo.
Desde muy niño, en su natal Yajalón, dio señales de su natural rebeldía y anunció, sin saber hablar bien, que de grande sería «un gran pilíquito», con lo que quiso decir “un gran político”.
En la medida que fue creciendo, se opuso siempre a las injusticias; actuó como Chucho El Roto, que quitaba a los que tenían para darles a los menos favorecidos –a mí me regaló una bolsa de soldaditos de plástico, con el dinero que decomisó al gringo Richard Davis– y, cuando tuvo que pelear defendió a golpes a su hermano mayor, apanicado por otro niño al que apodaban Piolín.
En la secundaria, escuchó al profesor Neín Farrera hablar de Lucio Cabañas y la lucha armada, y con un amigo llamado Orlando Martínez, apodado El Tacuatz, subió caminando al Cerro del Ajkabalnhá en busca del hoy mítico guerrillero del estado de Guerrero.
Por supuesto que no lo halló, porque el grupo de Lucio operaba a 800 kilómetros de Yajalón, pero cuando escuchó el llamado de las armas, a los 18 años, no dudó ni un instante y se unió a la Liga Comunista 23 de septiembre, en el Distrito Federal, ciudad a la que llegó becado por el Instituto de Formación Política del PRI.
Él siempre vivió en las famosas Casas de Estudiantes de Provincia y cuando lo alcancé, en el DF, en 1979, lo hacía en la del Estudiante de Tabasco, en Casas Grandes número 10, en la Colonia Narvarte.
En ese domicilio se casó –yo le llevé su acta de nacimiento, desde Yajalón, en un periplo que me permitió disfrutar las delicias de una actriz de teatro, de la obra El extensionista— y hasta ahí lo llegaban a buscar sus camaradas del Frente Nacional Democrático Popular (FNDP), que lideraba el doctor Felipe Martínez Soriano.
El Chiapas era el que nos invitaba a las marchas contra el gobierno, y el que nos enseñó a llevar canicas y máscaras con vinagre, para repeler los garrotazos de la policía montada y evitar los gases lacrimógenos.
Las canicas se tiraban al piso, en montones y los caballos resbalaban y caían al suelo, derribando al jinete represor. Era el final de los “gobiernos de la Revolución” y el transito al Neoliberalismo.
Un día cualquiera, nos vimos sentados en la sala de espera del Hospital Mocel, por la convalecencia de un hermano que guardó en el abdomen la bala de un policía que le disparó en un forcejeo, dentro de un autobús, al momento de ser sorprendido repartiendo propaganda subversiva, y vio que se acercaban dos agentes de la DFS, vestidos con traje y corbata.
“Carnal, hazte a un lado. Ve a las bancas de enfrente o espérame afuera porque estos hijoeputas me conocen y me van a detener. Haz de cuenta que no me conoces y por favor avisa a los compañeros para que no me vayan a desaparecer”; me dijo.
No sucedió eso. Los policías se acercaron con respeto, a ofrecer el apoyo económico del gobierno para la atención del hermano herido. “Lo que sea necesario, Chiapas”; me contó que le dijeron.
Después yo me regresé a Chiapas y a mis hermanos los mandaron a La Laguna, creo Torreón y Gómez Palacios y de ahí El Gordito de Espejuelos regresó a Chiapas a restablecer el trabajo que se había abandonado con la desaparición de la LC23 y los convenció e incorporó al Procup, hoy EPR.
Sé que en el norte participó en un operativo importante, en Coahuila, porque de allá tuvo que salir disfrazado, con su hija mayor vestida de hombrecito. No sé si fue algún secuestro, para obtener “fondos de guerra” o alguna recuperación bancaria, de esas que llaman “expropiación”.
En Tuxtla, se estableció en Terán, y desde ahí se dedicó a crear organizaciones semiclandestinas para apoyar al movimiento popular y elegir a los mejores “cuadros” para convertirlos en “Revolucionarios de tiempo completo”, o sea guerrilleros.
A mí me tocó participar en el Comité de Apoyo a las Luchas Populares (CALP); imprimir el órgano de difusión llamado “Venceremos” y alentar el movimiento estudiantil del CBTA 44, en Yajalón.
Al menos uno de mis compañeros del CALP participó en al menos una exitosa recuperación bancaria. Los demás, nos dedicábamos a organizar círculos de lectura del marxismo leninismo y a entrenar por si éramos llamados a engrosar las filas del Procup.
Nos emocionábamos cuando de boca de nuestro líder escuchábamos de las acciones de la guerrilla y nos decía que pronto veríamos en Chiapas la aparición de columnas en el campo y la ciudad.
La verdad no sé qué lo hizo renunciar a la guerrilla –supongo que el riesgo que corrían sus hijas—y cuando lo hizo se regresó a Yajalón, a fundar el periódico Nueva Generación.
Después regresó a Tuxtla y ya no pudo dejar el periodismo. Algunos dicen fue un columnista importante, otros dirán que no. Lo cierto es que ahí lo sorprendió el alzamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y el día que fuimos a la selva a entrevistar a Marcos éste le dijo que a veces su periodiquito de Yajalón era más radical que ellos que habían declarado la guerra al Estado Mexicano.
Llegó 1996 y con ello la aparición pública del Ejército Popular Revolucionario (EPR). El Gordito de Espejuelos –así le pusieron en un viaje que realizamos a Cuba—fue una especie de coordinador de prensa del grupo armado.
Gozó de la total confianza de los comandantes José Arturo y Francisco, y él invitaba a los periodistas para ir a las famosas entrevistas. En la primera, en la Sierra Madre del Sur, incluso se acreditó como periodista, “enviado del Este Sur”, y forzó al periódico Reforma a admitir como enviada a Tzinia Chellet.
Todos llegamos por diferentes caminos. A los enviados de la revista Proceso –Guillermo Correa, Ulises Castellanos y yo– nos tocó bailar con la más fea, pues nos hicieron viajar por varios estados del país y caminar muchas horas por lugares de difícil acceso.
Para la segunda entrevista, que por poco se frustra, me hizo llevar un libro forrado de azul, y me dio el diálogo para que no hubiera equivocación al momento de establecer el contacto, que se realizó en las afueras del Cine Manacar, en Insurgentes Sur.
“Tienes que llevar un libro forrado de azul y cuando el contacto vea eso te va a preguntar: Disculpe, ¿me puede decir cómo le hago para llegar a la Victoria? Tú le tendrás que responder: Para eso tendrás que pasar por la Revolución”.
Y así le hicimos. Lo demás, la entrevista en el corazón del país, ya se las conté. Excepto los episodios previos, que pudieron abortar el encuentro con los eperristas y que valen la pena consignar.
El primero, tal vez ni los eperristas lo sepan y hasta hoy se van a enterar. Tenemos una amiga periodista que se hizo novia de un Mayor del Ejército Federal.
Los dos llegaron a mi casa una noche de viernes, pocos días antes de nuestra partida a la Ciudad de México. Era día de cierre en la revista Proceso y la inesperada visita llegó a retrasar más nuestro envío.
De pronto, el militar alzó la vista y sobre la pared de la pequeña casa de la Privada Sonora número 8, en el Barrio de San Ramón, en San Cristóbal de Las Casas, vio un cuadro con una foto del subcomandante Marcos, alzando la metralleta. Es una foto de Martín Salas, impresa en color sepia.
–¿Por qué tienes esa foto ahí? Mira, es un pendejo: no sabe ni usar un arma. ¿Haber, dime cómo la va a bajar y accionar si tiene necesidad de usarla?
–Tan pendejo es, que por él estás en Chiapas; respondí. Será un pendejo, pero tiene en jaque al gobierno y al Ejército Federal; le dije indignado.
Más allá del diálogo, creí que la Comisión Nacional de Inteligencia del EPR nos tendría vigilados y que al ver ingresar a un militar a mi casa habría abortado la entrevista. Qué bueno que no fue así.
El segundo episodio se registró en la revista Proceso. Para burlar la seguridad del Estado, pedí apoyo a mi Ángel de la Guarda, Ángeles Morales, aduciendo que tenía una uña del pie enterrada y que quería que me la operaran en el DF, porque ya no podía ni caminar.
Generosa siempre, no dudó en comprar mi boleto de avión y cubrir mis gastos de viaje. Cuando llegué a proceso, expuse en privado el motivo de mi viaje y pedí que me acompañaran Guillermo Correa y Martín Salas.
Me dijeron que sí, pero una hora después bajó Carlos Marín, gran reportero hoy vilipendiado por sus posiciones políticas, y me dijo que la entrevista se iba a suspender, porque Ignacio Ramírez (+) preparaba un texto que exhibiría al EPR y que ese hecho pondría en riesgo nuestras vidas.
Pedí leer el texto y de nuevo hablé para que nos dejaran ir. Lo demás ya lo saben. Fuimos la portada que mostró al EPR en el corazón del país, después de que Emilio Chuayffet quiso hacer creer que el grupo armado era una pantomima.
Pero estábamos hablando de El Gordito de Espejuelos. Basta decir que cuando se dieron las escisiones del EPR, los comandantes Francisco y José Arturo lo buscaron para hacer públicas las versiones de su renuncia al grupo, no así a la lucha armada.
Por si lo quieren saber, y con esto termino, porque como decía mi amigo y compadre Salvador Corro: “Ni a García Márquez le leen más de cuatro cuartillas”, al comandante Francisco lo entrevisté en La Cabañita, donde todos suponían sólo se realizaban parrandas legendarias con el gran Pepe López Arévalo.