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El periodista y La Médium

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Julio César López

Hoy que el dolor tocó a mi puerta, y golpeó con un solo balazo a toda mi familia, vino a mi mente el recuerdo nítido del asesinato de otro periodista, Roberto Mancilla Herrera.

Ustedes pueden creer que la historia que les contaré no es real, pero el hecho, suscitado en febrero de1993, un año antes del levantamiento zapatista, nos hizo temblar de rabia, dolor y ahora verán por qué, también de miedo.

Inicio con los hechos, de manera breve para no aburrirlos: a Roberto lo mataron dentro de un automóvil VW Sedan de color rojo, propiedad de la extinta Secretaría de la Reforma Agraria.

Dos balazos calibre 45 impactaron su rostro moreno. Un solo tirador –un sicario profesional–, y al menos un cómplice directo.

Su muerte, de manera natural, fue instantánea.

Roberto salió de la casa de su novia, en la colonia 24 de Junio, en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas. Acababa de coger –eso nos dijeron los peritos–, sin saber que afuera de la casa lo estaban cazando.

¿Quién lo mató? Ya se los dije: un sicario que llegó en otro vehículo, con chófer al volante.

El asesino material no importa. ¿Quién lo mandó a matar? Hasta hoy todo es especulación, y eso que ya pasaron 28 años. Nadie lo sabe, ni yo, así que no se emocionen demasiado.

Si quieren pueden dejar de leer, pues el hecho en sí termina ahí; con algunos presos pero sin móvil contundente y sin autor intelectual creíble.

El caso es que, por presiones del gremio, los periodistas de entonces tuvimos acceso al expediente. Mi hermano, El Gordito de Espejuelos, fue coadyuvante en la investigación del atroz crimen.

El procurador de Justicia era Joaquín Armendáriz Zea, y dice mi amigo El Policíaco, el Ministerio Público fue el hoy diputado Omar Molina Zenteno.

Presos hubo al menos tres; el más importante, Ignacio Flores Montiel, un jefe policíaco que después fue absuelto por falta de pruebas. A otro, recuerdo, lo apodaban La Sombra y no sé cuál fue su destino.

Puta madre, sigo dando datos que todos conocen. Disculpen lo pendejo que soy. Debí iniciar así mi relato, que no historia:

«Cuando La Médium entró en trance; arqueó la ceja derecha e hizo como que fumaba de esa forma tan particular, todos supimos quién fue el autor intelectual del asesinato de Roberto Mancilla».

¿La Médium?

Si, claro. Un amigo al que llamamos Fox, o su esposa, o los dos, no recuerdo bien, nos dijeron que conocían a una señora que nos podría decir con certeza quién había ordenado la muerte de nuestro amigo periodista.

¿Una vidente? Algo así, pero más chingona. A través de ella, podríamos platicar con él espíritu de Roberto Mancilla.

Allá fuimos, a una humilde vivienda incrustada en el monte, a orillas de Berriozábal; totalmente incomunicada.

La persona que nos atendió nos preguntó con quién queríamos hablar y, cuando le dijimos de quién se trataba y de la fecha de su muerte, nos dejó en claro que era imposible.

–Es muy reciente; nos dijo y agregó: su alma, su espíritu, aún está en el limbo. Pobres de nosotros, casi todos ateos, nos sentimos decepcionados, pero todo cambió cuando nos abrió la posibilidad de hablar con otro ser de luz que podría saber o no del artero crimen.

Aceptamos y en un santiamén, la señora entró en trance. En segundos, La Médium fue poseída y por su voz habló el Hermano Pedro.

¿El Hermano Pedro? Pinche mentiroso. La verdad no recuerdo el nombre, y le puse ese para no interrumpir el relato, que escribo a vuela pluma, como siempre, y leo ya se está poniendo bueno.

La cosa es que la señora, La Médium o el Hermano Pedro nos contó con lujo de detalles el asesinato de nuestro buen amigo.

En síntesis, Roberto Mancilla estaba en el Vocho Rojo. Llegó un carro –nos dijo cuál; la marca y modelo pero lo he olvidado–; se bajó un tipo alto, flaco. Identificó al objetivo y sin dudarlo hizo tres disparos. Dos impactaron en el rostro de Mancilla y uno pegó en el asiento trasero.

El asesino, nos dijo, debió estar drogado, porque no caminaba de manera normal y cuando avanzaba, antes y después de los tres disparos, parecía que flotaba.

Cuando cumplió la orden, hizo una seña al chófer, cruzando los brazos a la altura de las piernas, de ida y vuelta, para que él entendiera que había logrado su cometido.

Se subió al carro; avanzaron y una cuadra después regresaron para corroborar que Roberto Mancilla estaba muerto.

¿A dónde estaban los asesinos? Se fueron; abandonaron Chiapas rumbo al Istmo de Tehuantepec.

Okey, Okey, Okey. ¿Y quién decidió su muerte?

«Alguien que tuvo mucho poder en Chiapas y que ya se fue a otro puesto más alto»; nos dijo el Hermano Pedro, arqueando la ceja derecha y haciendo como que fumaba como ya saben quién.

Aparte de él, ¿alguien más sabe del crimen? Si, nos dijo y nos describió al gobernador en turno.

Supongo a todos se nos erizó la piel, pero lo que siguió hizo que a todos los presentes nos dieran ganas de orinar al mismo tiempo.

¿Se conocerá la verdad algún día? Si, nos dijo el Hermano Pedro, «pero si siguen investigando, habrá más periodistas muertos».

¿Quieren que les siga contando?

Chingada madre: ese último párrafo está chingón para finalizar el relato. Pero bueno, dejen que les diga que Juan Pendejo y El Gordito de Espejuelos contamos todo a una vieja amiga, periodista que cree en la numerología y otras suertes esotéricas y bien recuerdo que nos puteó.

«Como serán pendejos. Lo que la señora hizo fue leerles la mente y les dijo lo que ustedes ya sabían»: nos dijo.

¿Una especie de Kalimán?; pensé y no dejé de asombrarme más. ¿Se puede leer la mente?

Creo regresamos una vez más a visitar a La Médium de Berriozábal, pero ya no nos supo decir más.

¿Ya ven porque quiero ir a Yajalón, a visitar a la vieja Chea?

¿Ya ven porqué quiero volver a leer a Fernando Vallejo?

Es porque los sicarios no sólo existen en Medellín, sino que están en todas partes, y uno de ellos mató a mi hermano.

Pero, ¿quién ordenó su muerte? Eso no nos lo dirá ni mi tío, que tiene a sus órdenes a todos los servicios de inteligencia. Y no nos lo dirá, no porque no quiera, sino porque la corrupción y la impunidad se acabó en la Presidencia de la República, pero no en las altas esferas del poder local.

Aquí, corrupción, crimen e impunidad tienen su casa, y la verdad yo creo que el que ordenó el asesinato de mi hermano fue el dueño de vidas, el hacedor de muertes

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