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EPR, el camino a la Sierra

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Julio César López | Foto de portada: Martín Salas

En una de las tres gavetas de un librero desordenado, junto a varios comunicados firmados en original por el Subcomandante Marcos, del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, guardé celosamente la primera invitación que me hizo llegar el Ejército Popular Revolucionario (EPR).

Estuvo ahí por lo menos tres años y desapareció un día en que hallé los papeles más desordenados que de costumbre. Alguien, supongo de los Servicios de Inteligencia, husmeó en mis pertenencias, en mi casa y sustrajo el valioso documento.

No recuerdo la fecha exacta, pero la invitación de este grupo armado me fue entregada a mediados de julio de 1996 por un campesino en la ciudad de San Cristóbal de Las Casas, Chiapas; en el barrio de San Ramón.

Esa mañana detuve la marcha de la camioneta cuando vi que un hombre con aspecto de campesino se quitaba el sombrero de palma, y con la mano izquierda, en la que portaba un sobre de color blanco, me hacía la parada en la salida de la Privada Sonora, a escasos cien metros de la casa en que habitaba.

Me dijo algo así: “Es una invitación. Léela. Espero tu respuesta”. Se colocó el sombrero y esquivó la mirada. Su rostro me pareció familiar, aunque en estas tierras muchos rostros suelen parecerse y, por tanto, confundirse.

La carta-invitación estaba escrita a máquina. Decía más o menos así: “El Ejército Popular Revolucionario tiene en agrado de invitar a usted a la primera entrevista, a realizarse en lugar y fecha por definir”.

Sin poder salir del asombro, mi respuesta fue positiva. Acepté. “Pronto lo verá otro compañero”, dijo el campesino, y se marchó en sentido contrario al del avance del vehículo.

Sin saber qué hacer, aventé la vista al retrovisor para seguir sus pasos –noté el peso del morral, colgado en el hombro derecho– y continúe por inercia mi viaje al centro de la ciudad.

Hacía apenas 20 o 25 días que el EPR se había dado a conocer en el estado de Guerrero –el 28 de junio de 1996–, en la conmemoración del primer aniversario de la masacre de Aguas Blancas; en presencia del ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas.

Pocos días después del sorpresivo aviso del campesino llegó el siguiente contacto –mestizo, de mediana estatura, tez blanca y barba irregular–. Como dos viejos conocidos platicamos en una cafetería de la ciudad y, entre otras cosas, el enviado del EPR estableció, a medias, el lugar y la fecha de la entrevista.

Con todas sus letras dijo que el evento sería en el estado de Chiapas y recuerdo que pedí que la entrevista fuera exclusiva. Entendí que asintió.

Próxima la fecha pactada, con el fotógrafo Ulises Castellanos nos “acuartelamos” en el Hotel María Eugenia, en Tuxtla Gutiérrez, en espera de que apareciera “el contacto”.

Un día. Otro más y nada. De la habitación 203 –alfombrada, con clima y televisión a color– únicamente salíamos para comer. O si uno tenía que salir, el otro se quedaba de guardia.

Y no pasaba nada (la espera parece interminable cuando se está encerrado entre cuatro paredes, y se tiene que matar el tiempo viendo televisión. Una hora, dos, tres, cuatro… setenta horas).

Se suspende, hasta nuevo aviso”, nos dijeron hasta el tercer día. Era lo peor que nos podía pasar: la inacabable espera resultó infructuosa.

A principios de agosto, el mismo contacto de la ocasión anterior avisó que tendríamos que viajar a la Ciudad de México en una fecha definida y así lo hicimos. “A las ocho de la mañana vas a llegar al metro Martín Carrera, con una revista bajo el brazo”; ordenó.

Agregó que una persona se me acercaría y daría instrucciones. Y así fue. Un joven espigado, de pelo rizado, con aspecto de estudiante universitario, llegó puntual a la cita. Dijo que era del EPR y que el próximo encuentro sería para la salida, a la mañana siguiente, en la Central Camionera del Norte.

Pidió y proporcioné los nombres de las personas que viajarían conmigo –Guillermo Correa y Ulises Castellanos— y pregunté si la entrevista sería exclusiva. “No sé”; fue su respuesta.

Noté que el joven levantó el brazo izquierdo por encima de la cabeza, como un movimiento exagerado para ver la hora. Fue evidente que era una señal para una persona que presenciaba todo a distancia, y se marchó.

Antes de perderse entre el tumulto de gente, el contacto instruyó que lleváramos una cámara de video. “Una buena señal”, pensé. “Será una entrevista exclusiva”.

Con los nervios de punta, nos preparamos para el viaje. Poco se puede dormir cuando sabes que vas a ir a un lugar desconocido, a entrevistar a un grupo armado que ha desafiado y está en guerra con el gobierno y que seguramente es buscado por la policía y el Ejército, aunque no exista una declaración formal de guerra.

Con todo, antes de las siete de la mañana llegamos a la cita a la Central Camionera. El mismo joven de pelo rizado del día anterior se acercó, nos presentó a una mujer de unos 35 años, con aspecto de profesora rural, y nos informó que ella nos llevaría hasta el punto siguiente.

Él mismo compró los boletos y sin decirnos el destino nos pidió abordar un autobús, en el que nos sentamos de manera dispersa. En cosa de dos o tres minutos inició el viaje, con rumbo al norte del estado de Puebla.

En más de dos ocasiones la mujer hizo que cambiáramos de autobús. Cada vez, mientras más avanzábamos, los pueblos se hacían más pequeños y el autobús más incómodo (casi siempre era de esos llamados polleros).

El paisaje también cambiaba a cada rato. De pronto nos vimos rodeados de bosques de pinos y, una o dos horas después, entre huertos de manzanos. Estábamos por el rumbo de Zacatlán, en el estado de Puebla.

Horas y más horas de viaje. Y todo para nada. Todos íbamos cansados de tanto estar sentados, en asientos incómodos, y aburridos por no llegar al “punto siguiente”.

Hasta hoy ignoro si por error, o con la firme intención de despistarnos, nos hicieron regresar el camino andado. De pronto, después de estar en Zacatlán, nos vimos en Pachuca, capital del estado de Hidalgo.

Y de ahí el viaje continuó por caminos desconocidos, muy sinuosos y con tramos largos de terracería, hasta entrada la noche.

Estuvimos en pueblos olvidados, dignos de ser recreados en alguna novela del desaparecido Juan Rulfo o del nobel de literatura Gabriel García Márquez.

“Arriba y Adelante: LEA”; “La solución somos todos: JLP”; se podía leer en muchas de las paredes avejentadas. Propaganda de 26 años antes. Y al pie de las leyendas, algún perro echado, sin ánimo siquiera de ladrar a los desconocidos.

Era como si el tiempo no hubiera pasado por esos lugares.

En uno de esos pueblos sin nombre –no tenía el clásico letrero a la entrada– detuvimos la marcha y ya noche esperamos en una pequeña fonda mientras la guía del EPR establecía algún contacto.

Nos condujo después a la plaza central y nos indicó que nos hospedaríamos en el único hotel que había. “Tenemos que compartir habitación. Uno de ustedes se debe hacer pasar como si fuera mi esposo”; sugirió.

No hubo objeción. El único que daba el tipo, por la edad madura, era Guillermo Correa.

–Saldremos antes de las seis de la mañana; agregó la mujer-guía antes de pasar al dormitorio.

Al día siguiente, 6 de agosto, después de la ducha matutina, iniciamos la marcha rumbo a un sitio desconocido. Como 12 horas anduvimos a pie. Lo mismo atravesamos campos de cultivo que montañas y ríos.

Después de las primeras tres horas, nos parábamos a cada rato. No podíamos dar un paso más.

–¿Ya se arrepintieron? ¿Se quieren regresar?

–No, es que ya no podemos. Espéranos un poco.

–Tenemos que seguir.

Sentíamos vergüenza y caminábamos otro poco. El cansancio nos obligaba a detenernos de nuevo. Además de exhaustos, íbamos un tanto desanimados porque durante el trayecto se nos informó que la entrevista no sería exclusiva.

De pronto, en algún sitio cualquiera, la guía nos dejó escondidos entre el monte y se adelantó a establecer otro contacto en un pequeño caserío perdido entre la exuberante vegetación. Regresó agitada, casi corriendo. “¡Vámonos; el ejército pasó ayer por aquí!”.

¡Puta madre! El nerviosismo se apoderó de todos. Caminamos más aprisa, pues además del miedo, el pequeño descanso había servido para retomar fuerzas.

Cientos de metros adelante, un campesino de escasos 15 o 16 años nos dio alcance. Envuelta en una servilleta de tela a cuadros rojos y blancos, el menor llevaba comida para todos. Y nos volvimos a adentrar al monte para probar los alimentos.

Terminada la merienda, seguimos caminando. En ese momento se nos hizo evidente de que esquivábamos los poblados; ejidos tal vez. Dejábamos el camino y entrábamos a sitios cultivados, rodeados por cercos de alambre de púas, en los que uno fácilmente se podía rasgar la ropa o la piel.

El riesgo parecía latente.

Caía la tarde cuando al final de una escarpada ladera hallamos un río totalmente seco, cuyas piedras, vistas desde lo alto, simulaban una culebra blanca, gigantesca.

Bajamos el cerro y con no poca dificultad avanzamos entre las piedras. Brinco tras brinco, aprovechamos la poca luz del día, que se extinguía con la partida del sol.

Era de noche cuando, alumbrados por una pequeña linterna de mano –afocadora, le llaman–, encontramos en el mismo río seco a un grupo de periodistas. Hablamos en voz baja de las peripecias del viaje.

La primera conclusión que sacamos fue que todos habíamos llegado por rutas distintas. Algunos estaban en ese lugar desde un día antes.

Había que descansar. Cada uno escogió como cama y almohada la piedra que quiso. Las más grandes, planas y “cómodas” ya estaban apartadas desde la noche anterior.

Como quiera, escogimos donde acostarnos. En el instante en que probamos la improvisada cama supimos que habíamos sido afortunados al haber dormido en un cuarto de hotel la noche anterior.

Cuando amaneció y emprendimos de nuevo la marcha, nos percatamos que a escasos 150 metros estaba otro contingente de periodistas. Ahí nos reunimos todos los invitados: Darío López Mills y Gerardo Carrillo, de AP; Julio Candelaria y Tzinia Chellet, de Reforma; Leticia Hernández y Fabián Ontiberos, de Excélsior; José López Arévalo, del semanario chiapaneco Este Sur y Guillermo Correa, Ulises Castellanos y quien esto escribe, de Proceso.

Todos nos conocíamos. Cuatro éramos de Chiapas y el resto había trabajado en el estado desde 1994, en la cobertura del conflicto entre el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y el gobierno federal.

Surgieron las anécdotas. El asalto a mano armada a los enviados de Excélsior fue lo más comentado. Los enviados de ese diario llegaron a la sierra sin dinero y sin equipo de fotografía.

Para medio subsanar las pérdidas, el EPR les tuvo que conseguir una cámara Kodak, nuevecita aunque no profesional, de esas que venden en las farmacias de los pueblos. Llegó en su empaque de cartón color amarillo.

Unas horas más tarde, una columna militar integrada por seis eperristas nos recibió en la otra orilla del río seco, junto a una pequeña poza que guardaba un poco de agua.

Armados todos con fusiles AK-47, de los llamados “Cuernos de Chivo”, los guerrilleros del EPR hicieron una parada militar para presentarse ante los periodistas.

Instalado frente a nosotros, en el extremo derecho, el mando de la columna nos informó que desde ese momento ellos –los uniformados y del rostro oculto con pasamontañas– se hacían responsables de nuestra seguridad.

Varias ráfagas de fotos llovieron en ese instante sobre los atónitos encapuchados.

Esa fue, sin duda, la primera vez que vi a los eperristas uniformados y armados. Era la mañana del 7 de agosto de 1996.

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