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EPR, la entrevista en la Sierra

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Julio César López | Foto de portada: Martín Salas

Probablemente nunca sepa con certeza cuántas veces platiqué con un eperrista antes del encuentro de la Sierra Madre Oriental, pero creo que la primera pudo ser a mediados de 1994, en la finca Liquidámbar, en la Sierra Madre de Chiapas.

En aquella ocasión, un reducido grupo de periodistas acudimos al entierro del profesor Roberto Hernández Paniagua, dirigente del Partido de la Revolución Democrática (PRD) en el municipio de Ángel Albino Corzo, también conocido como Jaltenango La paz.

A todos llamó la atención el sepelio. Y es que, previo al entierro, en un acto que pareció solemne, los asistentes, miembros en su mayoría de la Unión Campesina Popular Francisco Villa (UCPFV), envolvieron el féretro de Hernández Paniagua en la bandera nacional.

Si, al compañero asesinado por los pistoleros de la región le daban trato de héroe nacional.

Y camino al panteón, se podía advertir de manera clara que el cortejo fúnebre no era una masa informe, como suelen ser los entierros en provincia, sino que estaba formado por columnas humanas bien delineadas.

Los villistas, formados y con los machetes en alto coreaban consignas en las que honraban a su compañero asesinado. Pero también lanzaron loas al profesor Lucio Cabañas, extinto dirigente del Partido de los Pobres (Pdlp).

Con la misma enjundia mostrada en el entierro, los villistas se retiraron a la finca cafetalera Liquidámbar, de 1910 hectáreas, propiedad de una familia de alemanes e invadida por los campesinos desde el 4 de agosto de 1994.

Hasta ese emporio cafetalero llegamos los periodistas.

Y mientras todos presenciaban o participaban en el acalorado mitin, en el casco de la finca, un campesino se acercó a mí para decir en voz baja que “los compas” querían hablar conmigo.

Vamos a hacer un recorrido por la casa principal. Cuando terminemos, usted se queda parado, afuera del gimnasio”; dijo.

Así lo hice.

Caminamos por los jardines de los alemanes. Entramos a su lujosa estancia y constatamos que la abundancia que caracterizaba a esta familia de apellidos Hudler-Mohr-Schimpf contrastaba con la miseria en que vivían los 250 peones acasillados que esta vez se habían revelado contra los finqueros.

La pista de aterrizaje para avionetas, la mesa de billar, el bar, el gimnasio, la alberca y, sobre todo, el jacuzy instalado en la terraza de la casa principal, al aire libre, con vista a las montañas llenas de cafetos, daban una idea de lo bien que se puede vivir –si se tiene el dinero y poder para ello– en estas tierras alejadas de la “civilización”.

Ya era de noche cuando todos los periodistas, excepto yo, abandonaron la casa grande.

La persona que me había contactado me condujo a la orilla de la alberca, situada afuera del gimnasio. Ahí había una mesa de jardín, blanca, de metal, con cuatro sillas del mismo color y material.

Me senté y sobre la mesa coloqué la grabadora y una pequeña cámara fotográfica que previamente pedí a Martín Salas, entonces compañero de la revista Proceso.

De pronto, de entre la oscuridad apareció un hombre fornido, encapuchado, vestido de civil. Se sentó frente a mí y dijo que platicaríamos off de record: “Nada de fotos, nada de grabadora”; fueron sus palabras.

En medio de la negra noche, el cigarrillo que el encapuchado encendió frente a mí para fumar permitía verle nada más la boca y la barbilla.

Hablamos con cierta familiaridad. Con el estilo propio de un profesor rural politizado contó de la explotación de los peones acasillados por parte de los finqueros alemanes.

Entre otras cosas, aseguró que en la finca Liquidámbar aún funcionaba la vieja tienda de raya porfirista y que como medio de pago utilizaban monedas propias; válidas únicamente ahí (al día siguiente nos regalaron varias, como evidencia).

Entre fumada y fumada, el encapuchado relató que habían encontrado videos en los que se apreciaba a los finqueros abusando sexualmente de las trabajadoras domésticas. Contó de la cercanía de los alemanes con el exgobernador y exsecretario de Gobernación, Patrocinio González Garrido. Dijo que había fotos de Patrocinio en la finca, pero no las exhibió.

A pregunta expresa, después de más de una hora de conversación, negó categórico lo que parecía evidente: que los villistas o él mismo pertenecieran a algún grupo guerrillero.

–¿Qué te hace pensar eso?; indagó el hombre encapuchado.

Mi respuesta fue la explicación de que el acto político que vimos en la finca Liquidámbar era similar a los eventos que se realizaban en algunas comunidades de Ocosingo y en la Casa del Pueblo de Venustiano Carranza, donde el gobierno y el Cisen aseguraban había guerrilla.

Dos años después, el 16 de noviembre de 1996, los peones de las fincas cafetaleras de Motozintla detuvieron en la zona –en Piedra Parada, en la Sierra Madre de Chiapas– a dos presuntos eperristas que trasladaban un lanzacohetes RPG, con tres proyectiles útiles.

El hecho, minimizado en su momento por el general Mario Renán Castillo Fernández, jefe de la VII Región Militar, y por el gobernador Julio César Ruíz Ferro, pareció confirmar mis sospechas.

Por si fuera poco, en la averiguación previa 174/1/96, de la Procuraduría General de la República (PGR), se asentó que los dos detenidos: Albino Castro Reyes y Cristóbal García Gordillo aceptaron “pertenecer al Ejército Popular Revolucionario”; organización que se había mostrado en la entidad el 28 de agosto de ese mismo año.

El Centro de Investigaciones y Seguridad Nacional (Cisen) posee información que apunta en el sentido de que la invasión de la finca Liquidámbar fue una toma armada, en la que incluso los guerrilleros del EPR  utilizaron cohetes tierra-tierra, como los decomisados dos años después en la misma Sierra Madre de Chiapas.

Sin ánimo de especular, desde inicios de los años 90, el gobierno de Chiapas ha documentado la existencia de grupos armados diferentes al EZLN, principalmente en el municipio de Venustiano Carranza. Y el EPR ha mostrado presencia en la vieja carretera Tuxtla Gutiérrez- San Cristóbal de Las Casas, a la altura de Chiapa de Corzo, muy cerca de la capital chiapaneca, y en el tramo San Cristóbal- Ocosingo.

En esos dos sitios repartió propaganda y dejó mensajes al Gobierno Federal.

Esta presencia podría explicar el porqué tantos periodistas del estado de Chiapas fuimos invitados a la Sierra Madre Oriental a la primer entrevista con el grupo guerrillero.

Pero, bueno, todo podría ser especulación. Lo real es que fue hasta el 7 de agosto de 1996 en que conocí a los guerrilleros.

Y eso que, dicho con toda la ironía y malicia del mundo –así se lo dije a un molesto sacerdote de la diócesis de San Cristóbal que me lo preguntó y que curiosamente formó parte del grupo de intermediación entre el EPR y el gobierno–, durante más de dos años y medio había cubierto el conflicto en Chiapas, entre el EZLN y el Gobierno Federal.

Sí, creo que a todos los periodistas invitados impresionó el orden marcial y la disciplina de los combatientes del EPR en la Sierra Madre Oriental. Nada que ver con los recurrentes desfiles masivos de zapatistas armados con palos y machetes.

Cómo olvidar las recomendaciones: “No se puede fumar. El humo del cigarro viaja hasta dos kilómetros a nivel del suelo y puede ser percibido por el enemigo”… “Si fuman, cubran con la otra mano el cigarro y entierren las colillas”.

O la insistente orden a la teniente Susana, por parte del jefe de la escuadra, en medio de un agreste sitio por el que no pasaban ni las cabras: “¡Teniente Susana: Borre las huellas!”.

Y veíamos a la pequeña mujer, en “la retaguardia”, fusil al hombro, pasar una rama por todo el camino andado, para no dejar rastro de presencia humana en la zona, de por sí inaccesible.

El hecho, al parecer de rutina, lo vimos exagerado en un principio, pero nos dio en qué pensar cuando fuimos enterados de que el Ejército Federal peinaba la región desde el 4 de julio, fecha en que los soldados hallaron un entierro de armas del EPR –26 fusiles de alto poder y propaganda– en la Huasteca hidalguense, colindante con la Sierra Madre Oriental.

Con todas las precauciones, la caminata siguió. Los nervios de punta nos seguían como una sombra inseparable.

Después de prácticamente escalar un tramo de montaña, apoyados por una cuerda, hicimos un alto para la merienda. Sentados sobre las piedras, a la sombra de unos árboles, un grupo de encapuchados nos convidó  frijoles y tortillas recién hechas. Todo un banquete en la situación en que nos encontrábamos.

Reiniciada la marcha, un poco más adelante hallamos la primera trinchera. Nuestra sorpresa fue mayúscula debido a que el miliciano que se guarecía tras el muro de piedra, armado con un fusil AK-47, no era otro que el adolescente que nos había llevado alimentos a la montaña el día anterior.

Vestía una camisola verde olivo, pantalón, pasamontañas y gorra color café. En el hombro izquierdo, el escudo con las siglas del EPR, en colores rojo y negro, en diagonal. Sus ojos, familiares y sonrientes, fueron la mejor bienvenida.

Avanzamos y encontramos otra trinchera y otra más. Y luego, la revisión de rigor: un cateo sobre la humanidad de cada periodista y en sus pertenencias y equipo de trabajo. Grabadoras y cámaras de foto y vídeo fueron minuciosamente checadas, para corroborar que efectivamente eran eso y no algún tipo de arma disfrazada que pusiera en peligro la identidad de los líderes guerrilleros.

Nada importó. Ni el cansancio ni el sudor ni la ropa sucia. De pronto, después de dos días de cansado viaje, estábamos en el “campamento táctico” de este grupo guerrillero que, aún dividido, reclama para sí la herencia de lucha de Lucio Cabañas Barrientos y Genaro Vásquez Rojas.

En el campamento se podía advertir que el sitio había sido desmontado con varios días de anticipación; tal vez semanas. Había ahí decenas de personas encapuchadas, armadas y uniformadas –unas 40– y otro tanto de población civil, con el rostro cubierto con paliacates viejos.

Los uniformados se sentaron minutos después en el suelo, mientras el responsable del operativo del traslado de los periodistas rendía su “parte militar”; sin novedad, a su superior.

Espero ordenes”; dijo el mayor y sólo bajó la mano derecha instalada en la sien cuando le contestaron: “Parte recibido. Esperé ordenes”.

Un lugar especial había sido acondicionado para la conferencia de prensa. Con palos fue improvisada una mesa y varias bancas. Detrás de la mesa, la bandera nacional al centro; flanqueada por la del EPR –verde con una estrella roja de cinco picos atravesada por un fusil, un machete y un martillo— y la del Partido Democrático Popular Revolucionario (PDPR), con colores verde y negro, en diagonal.

Por ese instante, todos los periodistas nos convertimos en fotógrafos o camarógrafos.

Guillermo Correa fue el primero en ocupar la mesa preparada para los comandantes. La utilizó para escribir; para anotar aspectos que a la postre servirían para “vestir” o “dar color” a la información.

Minutos después de nuestro arribo al campamento táctico, de entre el monte apareció una columna militar. ¡Era la guardia personal de los mandos del EPR, seguidos de los comandantes José Arturo, Francisco, Antonio y Victoria! En ese orden.

Sobre la gorra, los cuatro comandantes tenían la insignia del grupo armado, con tres estrellas rojas sobre un fondo negro; arriba de una franja con los colores verde, blanco y rojo de la bandera nacional.

Con la aparición de los jefes inició el ritual: Un miliciano rindió un breve “parte militar” al mayor. Le siguió una mujer, vestida de civil y desarmada que dominaba poco el castellano: “Somos presentes, mi mayor”; dijo y se retiró a su lugar.

El mayor, a su vez, rindió su informe ante quien después se presentaría como el comandante José Arturo: “Como responsable de la unidad, rindo el siguiente parte…”. Otra vez escuchamos la misma cantaleta del trayecto, sin novedad.

En posición de firmes, la respuesta del comandante José Arturo fue escueta: “Parte recibido. Dé las ordenes pertinentes para continuar actividades”.

Los comandantes ocuparon su lugar en una mesa invadida por grabadoras y micrófonos en la que José Arturo habló del carácter histórico del comunicado que darían a conocer: el Manifiesto de la Sierra Madre Oriental.

Antes, los eperristas entonaron el himno nacional, en voz baja, casi en susurros. “Mexicanos al grito de guerra…”.

Después los comandantes se turnaron para leer el extenso comunicado.

Inició José Arturo: Explicó que el EPR era producto de la unión de diversas organizaciones armadas revolucionarias, existentes en el país desde hacía 30 años, con distinto grado de desarrollo cada una de ellas.

A su izquierda, el comandante Francisco hacía anotaciones en una libreta. A la derecha de José Arturo, la comandante Victoria escuchaba, lo mismo que Antonio, el comandante de zona del estado de Guerrero.

Fornido y de ojos claros, color miel, José Arturo dio a conocer con más de dos años y tres meses de retraso que el EPR se fundó el 1 de mayo de 1994; apenas cuatro meses después del alzamiento del EZLN en Chiapas.

Dijo que 14 organizaciones –los Comandos Armados Mexicanos, Francisco Villa, Morelos, Genaro Vásquez y Vicente Guerrero; las brigadas Obrera de Autodefensa, Obrera 18 de Marzo y Campesina de Ajusticiamiento; las Células Comunistas, la Organización Revolucionaria Ricardo Flores Magón, la Organización Revolucionaria Armada del Pueblo (ORAP), el PROCUP-Pdlp y la Unión de Comandos Revolucionarios  se habían aglutinado en torno a un proyecto político, que contaban con un programa y línea estratégica únicos.

Aunque los cuatro comandantes ostentaban las tres estrellas en la gorra, que les da el mismo grado militar, parecía obvio que José Arturo era el de mayor jerarquía.

José Arturo era el vocero, el que moderaba y el que presentaba a los demás. Además, vestía y estaba armado de distinta manera. Tenía una fornitura negra con verde y su fusil era un tanto más pequeño y, al parecer –después nos lo confirmó–, más práctico: un MP-5.

Fue él quien habló de las causas que dieron origen al EPR: La explotación, la opresión, la miseria y la represión. Cuatro razones abundantes en la zona, pero arraigadas de manera más visible en los estados del pacífico sur: Chiapas, Oaxaca y Guerrero.

Le siguió una voz femenina. Pistola al cinto, la comandante Victoria leyó lo relacionado al recién creado Partido Democrático Popular Revolucionario (PDPR); que nació el 18 de mayo de 1996 –aniversario de la masacre que dio origen al Partido de los Pobres– y se daba a conocer ese 7 de agosto en la Sierra Madre Oriental.

Antonio, a la postre el primer comandante escindido del EPR, habló del programa del “nuevo gobierno provisional”. Con un fusil AK-47 en la espalda, el futuro jefe del Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente (ERPI) planteó la necesidad de instalar una Asamblea Constituyente que elaboraría la nueva Constitución de México.

Francisco se reservó hasta el último. Abordó las 45 “demandas inmediatas” del EPR, entre las que sobresalían las libertades y los derechos de los mexicanos. Leyó el final del manifiesto.

Hasta donde conozco, esta fue la única ocasión en que el EPR juntó para una conferencia de prensa a cuatro comandantes que, además, eran miembros del Comité Central del PDPR.

A diferencia del EZLN, era notorio que los cuatro líderes rebeldes ahí presentes eran mestizos. Los indígenas que estaban presentes eran combatientes o bases de apoyo.

Después se supo que José Arturo, el de las manos picadas por los moscos, típico de los hombres de ciudad, llevaba la voz cantante en esa conferencia de prensa porque era el jefe de la zona en que se desarrollaba el evento. Era el mando político-militar del EPR en la Sierra Madre Oriental.

Él y Francisco fueron los comisionados para hablar en exclusiva con los reporteros de la revista Proceso, en una larga entrevista que fue publicada en el semanario el 11 de agosto de 1996.

Hoy fuera de la organización por la que hablaban, los dos comandantes defendieron en esa ocasión al EPR del “señalamiento desafortunado” que hizo Cuauhtémoc Cárdenas tras el evento de Aguas Blancas, el 28 de junio –cita retomada por el entonces secretario de Gobernación, Emilio Chuayffet— y aseguraron que no eran una pantomima y dieron a conocer que tenían presencia en todo el país.

Siempre respetuoso de las demás organizaciones armadas, el comandante José Arturo se dio tiempo para ironizar con el modo de actuar del EZLN, y en concreto del subcomandante Marcos.

Dijo que el levantamiento del EZLN sirvió para despertar la esperanza por un país mejor, pero que “la poesía no puede ser la continuación de la política por otros medios, y ésta no resuelve ni apunta en la dirección en que debe encauzarse el movimiento”.

Sentado sobre la hojarasca seca del lugar, en una trinchera; vestido con una casaca verde olivo, pantalón café y botas negras, el comandante José Arturo abundó que el subcomandante Marcos había logrado desarrollar una fuerza moral a través de la palabra, pero pronosticó que si esas palabras no eran respaldadas con elementos más sólidos, desde el punto de vista teórico-político-ideológico, la organización tendería a desgastarse y dispersarse.

Responsable del operativo militar desarrollado en torno al evento, el comandante Francisco desmenuzó la manera en que estaba integrado el EPR. La grabación que aún conservo da cuenta de que no habló mucho.

Siempre de pie durante la entrevista, Francisco confirmó que ellos eran parte del Comité Central del PDPR –máximo órgano de dirección del grupo guerrillero— y que el EPR estaba estructurado en comandos, pelotones, destacamentos, brigadas y batallones. Desmenuzó a cada uno de ellos.

Terminada la entrevista hubo tiempo de charlar con los cuatro comandantes. José Arturo era el más desenvuelto. Antonio parecía el más belicoso. Nos contó, por ejemplo, que todos los días pasaba los retenes que el Ejército Federal tenía en el estado de Guerrero.

–“Todos los días me revisan”; se ufanó.

Al final llegó el clásico “tienen que irse. Todo está listo para la salida”.

Recuerdo que los nuevos guías nos sacaron por una ruta distinta, esta vez juntos a todos los periodistas. La caminata fue larga, pero no tanto como la de llegada.

Con todo, nos volvió a sorprender la noche en tierras donde, según los campesinos, operaban pistoleros –guardias blancas– y hubo que dormir en un terreno accidentado, casi parados, en una ladera de un cafetal en el que el grito de un fotógrafo, producto de la invasión de un enorme sapo en pleno rostro, despertó a todos.

Reiniciamos la caminata en la madrugada, aún a oscuras, alumbrados solo en el último tramo por una linterna de mano.

El primer pueblo que encontramos, después de la caminata que inició la tarde anterior, pertenece al estado de Veracruz.

Después de varias horas y transbordes –los periodistas nos separamos al final del primer tramo– llegamos por fin a la capital del país: la Ciudad de México; el Distrito Federal… Chilangolandia pues.

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