Andrés García, tan prosaico como real

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Julio César LÓPEZ ARÉVALO
¿Importa mucho si la camioneta celeste en que aprendió a manejar Abelito era Ford, Dodge o Chevrolet?
Yo creo que no. Igual la estoy viendo chocada contra un poste, por la parte trasera; el día en que su padre, Abel como él, le enseñó a manejar de reversa.
Era la última clase para el primogénito —la reversa era lo último que enseñaban los papás—y no hubo tiempo para reclamos. Si acaso, se escuchó quedamente el comentario de su padre, varios segundos después del impacto y fue un “ya……. le…… diste….. Abelito “.
Sí, así de pausado: “ya…… le…… diste…. Abelito”.
Queda claro que Abelito no tuvo tiempo de reaccionar y pisar el freno, porque apenas acaba de escuchar el “viene……. viene” en la voz súper pausada de su maestro de manejo.
El “ya…… le….. diste….. Abelito”, debió oírlo siglos después, cuando don Abel se acercó a la puerta de la camioneta para pedir la llave y hacer a un lado del volante a su vástago.
Nadie vaya a creer que Abelito era tonto para el arte de conducir un carro, pues él aprendió pronto y bien; pero la verdad a cualquiera se le hubiera complicado recibir instrucciones como en cámara lenta; alejado, muy alejado de la velocidad del sonido y el pensamiento.
El caso es que don Abel no solo era lento para dar indicaciones, sino que igual manejaba a vuelta de rueda, exageradamente despacio; de tal suerte que el día que le ofreció un “aventón” a don Beto Guineo éste le respondió: “gracias compadrito; llevo prisa” y lo rebasó por la derecha, caminando sobre la banqueta.
A donde quiera que iba, don Abel lo hacía en carro; a veces en la camioneta celeste, a veces en un Jeep viejo, y si no generaba embotellamientos en las calles era porque en ese tiempo el número de carros, en Yajalón, la eterna Tierra Verde, no era tan significativo.
Entre sus rutinas, se desplazaba todos los días por la tarde noche a jugar baraja española a tres cuadras de su casa, rumbo a la iglesia de Santiago Apóstol; casi esquina con el Parque Central.
Don Abel salía con anticipación, para llegar puntual, y allí se encontraba con sus compadres y amigos del alma para jugar “Conquián”, un juego de apuestas que se inicia con 9 cartas para terminar con diez.
Aunque los presentes siempre hablaban de millones de pesos, lo cierto es que jugaban de a peso la partida y nunca supe cómo pero siempre los jugadores -entre los que se encontraba mi papá-, sabían qué cartas tenían sus compañeros.
“Gané 15 millones; los desplumé”, decía a menudo mi padre, venido a más no por lo obtenido en el juego sino por las monedas de oro que un albañil encontró enterradas mientras construía las gradas de la casa de mi progenitor y que sirvieron para terminar la casa de mi papá y del albañil en cuestión.
Recuerdo que el reparto del dinero hallado fue una lección de matemáticas para mí. “Vamos a partes iguales”; dijo mi padre al suertudo albañil y cuando el oro estuvo convertido a pesos en verdad lo dividió en tres partes: “mil para ti, mil para mí y mil para terminar la casa. Mil para ti, mil para mí y mil para terminar la casa”.
Mi papá creyó que el albañil no aceptaría un reparto tan ventajoso para él, pero para el asombro de mi padre, dijo que era mucho lo que le estaba dando, pues, abundó, “el terreno es de usted”; siendo que él fue quien halló el entierro.
“Déjate de pendejadas y ve a construir tu casa; yo buscaré otro albañil”; respondió mi padre y eso hicieron los dos.
A la entrada de la casa, en el terreno que le regaló mi abuelo, mi papá sembró dos palmeras Arecas; flanqueando la puerta de acceso. Ellas fueron testigo de los innumerables amoríos de mi padre, en tiempo en que andar con menores de edad era visto con cierta normalidad.
“Es carnita de monte”, decían para explicar sus romances de ocasión.
Muchas de sus “fortuitas” novias, escribieron sus nombres en los canutos de las Arecas y lo mismo hicieron, años después, con una planta similar que sembraron junto a su tumba.
Eran sus “Tiris” y es una lástima que de esto ya no quede vestigio.
Y de ese tema versa el presente relato, pues una noche, después del consabido juego de barajas, donde alguien perdió o ganó 15 pesos a lo mucho, el dueño de la casa, un señor grande y adinerado, preguntó a don Abel:
“Compadrito: ¿cómo le haces para agarrar chamaquitas? De mi compadre Tiri Tiri lo entiendo, porque les da su dinerito; ¿pero tú…?
Sonriente siempre, don Abel respondió ufano; muy fácil compadrito; voy aquí a la vuelta; estaciono mi carro frente a la casa de mi compadre Andrés y a las muchachas que veo salir de ahí la invito a dar una vuelta y casi siempre acceden porque —le dijo al oído, pero yo sí lo escuché— siempre salen calientes”.
Lo que usted lector no sabe aún, es que en la casa que don Abel elegía para estacionarse, vivía un señor adinerado, dueño de ranchos cafetaleros, que vociferaba a los cuatro vientos: “mientras tenga lengua y dedo, ¡¡Andrés García seguirá siendo hombre!!”.
Desde entonces, cada que un amigo cuenta de sus intimidades; a sabiendas de que por la edad va perdiendo su virilidad; invariablemente le llamamos como a don Andrés, pero en diminutivo. Así, los yajalontecos de antaño guardamos intactas las historias de nuestro pueblo.