Luciana Audiffred
El aire está cargado de desconfianza.
En un país donde siete de cada diez personas miran con recelo al Poder Judicial, la elección de jueces se ha convertido en un espectáculo que oscila entre la esperanza y el desencanto.
Pero entre tanto ruido, una voz se levanta con claridad: la de Irán Vázquez Hernández, quien no rehúye las palabras ni las verdades incómodas.
Con esa mezcla de franqueza y cansancio que da la lucha diaria, lanza la advertencia sin rodeos:
«El mal está hecho, pero no todo está perdido. Ahora toca contrarrestar».
Y contrarrestar, para él, significa no quedarse con los brazos cruzados.
Significa poner el cuerpo, la palabra, la historia y la convicción al servicio de un proceso que, si no se transforma, seguirá excluyendo a quienes más necesitan justicia.
Desde su experiencia, Vázquez ha visto cómo los rumores corren como sombras largas.
Ha sentido de cerca lo que implica que la política meta las manos en un proceso que debería ser imparcial.
Sabe -porque lo ha vivido- que los intereses de unos cuantos muchas veces pesan más que el derecho de todos.
Por eso no le sorprende que muchas personas hayan decidido no salir a votar, convencidas de que nada cambiará.
Pero ahí, insiste, está el error. Porque si algo puede torcer el rumbo de esta historia es, precisamente, la voz de la ciudadanía.
“No votar es dejar que otros decidan por nosotros, es renunciar al poder que tenemos para exigir justicia” , afirma, con la firmeza de quien ha recorrido comunidades donde ni siquiera la información básica llega, donde el proceso electoral judicial se presenta como una maquinaria ajena, incomprensible, hostil.
Vázquez conoce bien la desigualdad con la que se juega esta partida.
Ha visto cómo algunos candidatos financian sus campañas con los recursos del Estado, mientras otros muchos de ellos provenientes de comunidades indígenas apenas logran juntar lo necesario para hacerse escuchar.
En Oaxaca, tierra de voces ancestrales, las reglas no se explican y el proceso parece diseñado para dejar fuera a quienes más deberían ser representados.
Y, aun así, hay quienes se levantan.
Irán es uno de ellos.
No solo por sus méritos, sino por su compromiso con una justicia que no sea ciega, sino que vea, que entienda, que escuche.
“No es lo mismo juzgar a quien vive entre el cemento que a quien camina sobre la tierra de sus ancestros” , dice.
Y detrás de esa frase hay años de observación, de cercanía con las comunidades, de lucha por integrar contextos culturales a decisiones jurídicas que, de otro modo, reproducen la violencia.
Habla del ray , esa práctica comunitaria profundamente arraigada en ciertas regiones, muchas veces malinterpretada por quienes solo saben de códigos y jurisprudencias escritas desde lejos. Para él, juzgar no es solo aplicar la ley al pie de la letra: es comprender que detrás de cada caso hay una historia, una cultura, un modo de ver el mundo.
Pero no idealiza el cambio. Es consciente de que no basta con buenas intenciones. Hace falta acción, sí, pero también protocolos claros, peritajes que respetan las diferencias, sentencias que no repitan los mismos errores de siempre.
Y sobre todo insiste que hace falta que la ciudadanía exija más. Que no se conforme.
Que participe con la convicción de que cada boleta puede ser un paso hacia tribunales más justos.
“La justicia no llega sola”, dice. “Llega cuando sugerimos exigirla.”
Y es esa exigencia la que él encarna hoy.
En un camino lleno de obstáculos, donde las reglas cambian de un día para otro y los acuerdos se improvisan, Irán Vázquez Hernández representa a quienes no se resignan.
A quienes creen que esta elección judicial, por muy imperfecta que sea, sigue siendo una oportunidad: la de construir un sistema que no solo hable de justicia, sino que la práctica.