En un pequeño espacio, sin los reflectores ni el boato que a veces rodea las candidaturas judiciales, Norma González Jiménez, aspirante a una magistratura en los Tribunales Colegiados de Circuito, nos recibe con la convicción de quien no busca figurar, sino transformar. Su voz, firme pero cercana, nos lleva por un recorrido que va más allá del lenguaje técnico y apunta a lo esencial: la dignidad de las personas.
“Como juzgadora transformaré la impartición de justicia”, afirma sin titubeos. Su proyecto no es abstracto ni superficial: se trata de resolver los asuntos de manera imparcial, independiente, humanista, democrática y antirracista, con enfoques de género, interseccionalidad, interculturalidad y de infancia. Norma lo resume con contundencia: “Respetaré los principios de pluriculturalidad de la nación y la igualdad sustantiva ante la ley. Privilegiaré el interés colectivo y comunal. Solo así podemos fortalecer el Estado de derecho y mantener la paz social”.
Pero no se queda en los grandes principios. Su visión de la impartición de justicia es directa y aterrizada: que sea verdadera, próxima, entendible, sensible, y sobre todo accesible. “La justicia debe hablar lenguas indígenas, debe llegar a las mujeres, la infancia, los pueblos indígenas y afromexicanos, y a quienes viven en situación de vulnerabilidad”, sentencia.
Norma no habla de reformas de escritorio. Habla desde el terreno, desde el contacto con realidades concretas. Por eso, sus propuestas tienen nombre y dirección.
La primera, justicia humanista, busca que la ley esté verdaderamente al alcance de todas las personas, bajo los principios de igualdad y no discriminación. “Debe ser sensible, proactiva, incluyente, pronta y con garantías judiciales para proteger eficazmente los derechos humanos”, explica.
La segunda, justicia pluricultural, respeta los sistemas normativos internos de los pueblos y comunidades indígenas, reconoce el pluralismo jurídico, la interculturalidad, la autonomía y la libre determinación. “No se trata de folklorizar el derecho, sino de reconocer otras formas válidas de justicia”, dice, tajante.
La tercera, justicia con perspectiva de género, va más allá del discurso. Norma busca transformar el derecho desde adentro, cuestionar lo que ha sido considerado “normal” o “neutral”. “Las mujeres indígenas y afromexicanas viven contextos distintos que deben ser considerados como punto de partida para construir una sociedad más igualitaria e inclusiva”, señala.
Cuando le preguntamos cómo lograr que sus resoluciones sean comprensibles para la ciudadanía, su respuesta evidencia una autocrítica valiente: “Los abogados hicimos del derecho algo inaccesible. Las sentencias deben ser pocas, breves y claras. Pocas, incluso en papel: no hay necesidad de llenar páginas. Y no podemos seguir copiando formatos del SiSE como si todos los casos fueran iguales. Eso es una forma indirecta de racismo”.
Norma denuncia una práctica preocupante: jueces que, sabiendo de derechos indígenas y perspectiva de género, colocan tesis en sus sentencias solo para justificar su negación. “Eso es una forma sofisticada de discriminación”, asegura.
En cuanto al acercamiento del Poder Judicial a comunidades históricamente ignoradas, es clara: “Ese temor que tienen hacia las instituciones está justificado. La justicia está alejada de quienes la necesitan. Mucha gente dice: ‘me pidieron tanto por tanto’ o ‘si no pagas, no camina’. ¿Quién en las comunidades conoce a un juez o magistrado federal?”.
Ante esta lejanía, ella ya ha comenzado acciones concretas: traducir versiones públicas de resoluciones a lenguas indígenas. “No solo deben entenderlas los abogados, sino la gente”, insiste. Y va más allá: “No cuesta nada que los jueces se acerquen a informar a la ciudadanía sobre sus derechos o sobre cómo prevenir delitos”.
Recuerda con molestia cómo los tribunales siguen exigiendo prueba escrita a pueblos que se rigen por normas orales. “Y cuando no se trata de personas indígenas, sí se les cree. Hay un doble estándar. Se les exige más a las comunidades, y eso es racismo”, subraya con firmeza.
Sobre su enfoque prioritario hacia mujeres, infancia, pueblos indígenas y personas en vulnerabilidad, asegura que no busca discriminar a otros grupos, sino visibilizar desigualdades históricas. “Muchos delitos federales son de resultado formal. No hay una víctima directa, pero sí hay consecuencias comunitarias. Las mujeres indígenas que son encarceladas, por ejemplo, pierden su cultura. No pueden reincorporarse a sus comunidades porque pierden dignidad, que es algo profundamente valorado”, comenta.
Desde CEPIADET —una organización que fundó junto con un grupo de abogados— han brindado intérpretes y defensoría bilingüe. “También acompañamos a mujeres a su salida de prisión con proyectos productivos. Julia es un ejemplo. Lidera uno de esos proyectos y hasta tiene un documental. Pero muchas otras regresan a hogares desintegrados. Sus familias se avergüenzan, algunos se van a Estados Unidos. Y a ellas nadie las visita, nadie les lleva artículos de aseo. A los hombres, sí. Toda la familia los visita”, dice con dolor.
Critica duramente el ambiente dentro de los juzgados: “Son espacios hostiles. Se considera privilegiado al que va bien vestido. Y si no, el trato es otro. ¿Dónde queda el respeto a los derechos humanos?”. Recuerda cómo se interroga a personas indígenas con preguntas mal formuladas, como “¿a qué grupo étnico perteneces?”, sin explicaciones. “En lugar de preguntar, se les pide que oculten que hablan una lengua indígena, porque si lo dicen, los procedimientos se retrasan”, denuncia. Incluso en los tribunales colegiados, donde las decisiones son finales, “ni siquiera hay formatos que contemplen su cultura o su lengua. Se blanquean”.
Al preguntarle cómo resolvería un conflicto entre el derecho indígena y el derecho positivo, reconoce la complejidad: “La justicia no siempre tiene todas las respuestas. Pero debemos sentar a las personas a dialogar. A veces no se trata de dinero, sino de ser escuchados. Hay que dejar de privilegiar el derecho escrito sobre lo oral, y aplicar el pluralismo jurídico. Que coexistan los sistemas”.
En cuanto a la formación de más jueces con enfoque pluricultural, se muestra tajante: “El paternalismo y el folclorismo hacen más daño. Muchos solo quieren saquear textiles o saberes. Hiperfolklorizan. Y eso también es racismo. El folclor no es sinónimo de justicia”. Para evitarlo, plantea una regla simple pero poderosa: “Que nadie dicte sentencias si no ha estudiado la comunalidad”.
Recuerda un momento significativo: al arrancar su campaña en Guelatao, el maestro Jaime Martínez Luna habló sobre la comunalidad. “Ahí me atreví a decirlo: quien no estudie la comunalidad no está listo para impartir justicia”.
Norma González Jiménez no solo quiere ocupar una magistratura. Quiere sacudirla. Y, como ella misma lo dice, hacer que la justicia deje de doler.