Muere a los 89 años el expresidente de Uruguay José ‘Pepe’ Mujica, el revolucionario tranquilo

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El exguerrillero y símbolo de la izquierda latinoamericana fallece tras una larga lucha contra el cáncer. Su carisma y su capacidad de ser un oráculo de la austeridad y la sencillez fascinaron al mundo

Federico Rivas Molina

Murió José Pepe Mujica. Esta vez sí, a los 89 años, consideró que era tiempo de irse, según ha anunciado este martes el presidente de Uruguay, Yamandú Orsi, a través de las redes sociales. “Hasta acá llegué”, había dicho a principios de enero. Pero no le fue tan fácil dejarnos huérfanos. Tampoco hace 50 años, cuando recibió seis balazos. Ni durante los 10 años en que estuvo confinado por los militares en un pozo de poco más de un metro cuadrado. La primera vez, recibió 12 litros de sangre y se salvó. La segunda, domesticó ranas y alimentó ratones para no volverse loco. Emergió del agujero más sabio, solía contar, y volvió a lo suyo: la política. En 1994, fue electo diputado por Montevideo; en 1999, senador; en 2010, presidente de Uruguay con casi el 55% de los votos. Pepe Mujica fascinó al mundo como un oráculo de la austeridad y la sencillez, una rara avis que al final de sus días lanzaba advertencias con pesimismo, pero sin perder la fe en el hombre. “Yo me dediqué a cambiar el mundo y no cambié un carajo, pero estuve entretenido y le di un sentido a mi vida. Moriré feliz. Gasté soñando, peleando, luchando. Me cagaron a palos y todo lo demás. No importa, no tengo cuentas para cobrar”, le dijo a EL PAÍS en octubre, “deshecho” como estaba por las sesiones de radioterapia que recibía como tratamiento contra el cáncer.

Vencedor en mil batallas, Mujica perdió la guerra contra el cáncer. Primero en el esófago, y luego en el hígado. Cuando se comprobó la metástasis, estaba agotado y decidió tirar la toalla. “Me dieron 31 bombazos [de rayos] a las siete de la mañana todos los días. Lo hicieron mierda [al cáncer], pero me dejaron un agujero así”, contaba, dibujando con los dedos un círculo grande como una naranja. Las secuelas del tratamiento le impedían alimentarse y se sentía débil y cansado. Hace tres meses apareció por última vez en público, para el cierre de campaña de su candidato a la presidencia, Yamandú Orsi, quien finalmente ganaría a la derecha en una segunda vuelta celebrada el 24 de noviembre pasado. Mujica estaba durante esos días exultante: dejaba la vara de su legado político en manos jóvenes, a las que invitaba “a vivir con sobriedad, porque cuanto más tenés, menos feliz sos”.

José Alberto Mujica Cordano, ese era su nombre completo, había nacido en 1935 en el barrio Paso de la Arena, en la periferia rural de Montevideo. Su madre era horticultora y su padre un pequeño estanciero que murió pobre en 1940, cuando Mujica tenía seis años. A los 14 años, el joven ya exigía en las calles reivindicaciones salariales para los obreros de su barrio. En 1964, se sumó a la guerrilla del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros. Estuvo preso cuatro veces y participó de dos escapes, uno de ellos legendario, en septiembre 1971, cuando 106 guerrilleros huyeron de la cárcel de Punta Carretas, en Montevideo, por un largo túnel cavado durante meses. Fue recapturado y en 1972 se convirtió en uno de los “nueve rehenes” del régimen militar: los cabecillas tupamaros presos serían ejecutados en prisión si su organización volvía a las armas.

La película La noche de 12 años (2018), de Álvaro Brechner, reconstruye el paso de Mujica y sus compañeros de armas por esa prisión militar. “Nos tocó pelear con la locura, porque más bien, en ese tipo de prisión, buscaron que quedáramos lelos. Y triunfamos: no quedamos lelos”, dijo en ocasión del estreno del film. Siempre que podía, recordaba sus esfuerzos para conectarse con la vida en un pozo en el que apenas podía moverse. “Estuve siete años encerrado en una pieza más chica que esta. Sin un libro, sin nada para leer. Me sacaban una vez al mes, dos veces al mes, a caminar por un patio media hora. Siete años así. Estuve a punto de ponerme loco. Aprendí a caminar legua adentro, para allá y para acá”, dijo en su última entrevista con este periódico. “Para mantenerme cuerdo me puse a recordar cosas que había leído, cosas que había pensado cuando joven. Después me dediqué a cambiar el mundo y ahí no leí nada. No pude cambiar el mundo, pero aquello que había leído de joven me sirvió. Hablo con el que llevo adentro y eso me rescató cuando caí preso y estaba en soledad. Entré a recordar y a recordar y a recordar”.

Mujica no salió ileso de aquel agujero. Enfermó gravemente de la vejiga y finalmente perdió un riñón. Pero sobrevivió. En Mujica, una biografía escrita por Miguel Ángel Campodónico, el expresidente recordaba su paso por los cuarteles, pero sin victimizarse. “Yo no soy afecto a hablar de la tortura y de lo mal que lo pasé. Incluso, me da un poco de bronca porque he visto que a veces ha habido una especie de carrera medida con un ‘torturómetro’. Gente que se complace en repetir ‘ah, qué mal la pasé”. Sus detractores le recriminan que como presidente no hiciera lo suficiente para enjuiciar a los militares responsables de desapariciones y torturas durante la dictadura. Mujica respondía que había decidido “no cobrar” la deuda que tenían con él sus carceleros. “En la vida hay heridas que no tienen cura y hay que aprender a seguir viviendo. Yo sé que hay gente que no me va a acompañar, pero opto por una posición más inteligente y menos sentimental. Por eso no usé el poder para condenar a los milicos [militares]. Si voy a cobrar las que tengo para cobrar… Dios me libre”, le dijo a EL PAÍS. De todas formas, Mujica siempre vio aquellos años como los que más “moldearon” su manera de pensar. “La necesidad de existir lo lleva a uno a pensar y repensar y hacerse preguntas que en la vida cotidiana difícilmente se hagan”, solía decir.

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