Derechos HumanosEl voto de las balas

El voto de las balas

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Juan Villoro / Periíódico Reforma

En la noche del 14 de octubre una camioneta ardió en llamas en la carretera Chilapa-Ahuacuotzingo. Adentro se encontraron los cuerpos calcinados de Ranferi Hernández Acevedo, ex dirigente del PRD en Guerrero, su esposa, su suegra y su chofer. A medio kilómetro había un inútil retén del Ejército.

Luis Hernández Navarro trazó en La Jornada el historial de Ranferi. Nacido en 1953, en el seno de una familia campesina, aprendió a cultivar la tierra y ayudó a su familia en la tienda de abarrotes que tenía en Chilapa. Su escolaridad se redujo a lo que ofrecía la zona: escuela primaria. El trabajo le brindó otra clase de enseñanza. A bordo de un camión repartidor de refrescos, conoció las rutas de la desigualdad, las mansiones de los propietarios en la Ciudad de México y las chozas donde la gente engañaba el hambre con agua azucarada. Continuó su aprendizaje como bibliotecario en la Universidad de Guerrero e intendente de una escuela primaria en Cruz Quemada, nombre que presagiaba su destino sacrificial.

«En la trayectoria de Ranferi se cruzan muchas de las claves del movimiento popular guerrerense: lucha cívica, movimiento social, reivindicaciones gremiales, participación electoral y autodefensa», escribe Hernández Navarro. En 1988, Ranferi apoyó a Cuauhtémoc Cárdenas, protestó contra el fraude electoral y fue detenido y torturado. Soportó la represión y los intentos posteriores de soborno. Vivía en una casa de adobe. A los sesenta y cuatro años, había puesto su experiencia a favor de López Obrador.

Su muerte se inscribe en la espiral de violencia que ha marcado las elecciones. El principal saldo de la campaña ha sido la sangre. Cuarenta y ocho candidatos han sido asesinados. La cifra se agrava si no sólo incluye a los que disputan por un cargo: de septiembre de 2017 a la fecha, más de ciento treinta políticos han tenido una muerte violenta.

La geografía del espanto abarca al menos al diez por ciento de los municipios. Guerrero, donde catorce candidatos han perdido la vida, encabeza la cosecha roja. Le siguen Michoacán, Oaxaca y Puebla con cinco; el Estado de México y Jalisco con cuatro; Guanajuato con tres, Chihuahua y Colima con dos, y Coahuila, Quintana Roo, San Luis Potosí y Sinaloa con uno. Estamos ante una amenaza suficientemente repartida para constituir un problema de seguridad nacional. El crimen organizado ha puesto en duda la soberanía.

Los escenarios de la violencia electoral han sido, en su mayoría, poblaciones rurales donde los cárteles operan sin el menor freno, pues están coludidos con las autoridades, y ya no imponen su «derecho de suelo» con sobornos sino con disparos.

En esos sitios, conseguir trabajo significa emigrar a Estados Unidos o incorporarse en calidad de peón o sicario al crimen organizado. Grandes franjas del campo mexicano se han convertido en zonas despobladas, eriales donde sólo prosperan las fosas comunes, los escondrijos, las pistas clandestinas de aterrizaje. Ahí, los negocios productivos pueden ser el cultivo de amapola o la minería a cielo abierto, vigilada por comandos a sueldo de compañías extranjeras, que devastan el monte y contaminan los ríos.

Recuperar la soberanía pasa por recuperar el control del campo y frenar la destrucción de la naturaleza y la biodiversidad. ¿Cómo lograrlo? Volviendo la vista a quienes le piden perdón a la tierra para trabajarla, los pueblos originarios que entienden la agricultura como un proceso sustentable y se oponen a los abusos extractivos y la aplicación nociva de fertilizantes y pesticidas. Sin embargo, quienes detentaban la propiedad comunal del territorio han sido víctimas de un despojo inclemente que no ha dejado de ocurrir y que ahora se concentra en las regiones con manantiales de agua potable, el oro del tercer milenio.

Por desgracia, nadie representa esta causa urgente en las elecciones. Marichuy Patricio trató de obtener la candidatura independiente como vocera del Concejo Indígena de Gobierno, pero se negó a hacer trampa y no llegó a la boleta. No se trataba de una reivindicación folklórica o regionalista. Marichuy no abogaba en exclusiva por los derechos de las comunidades indígenas, sino por la recuperación pacífica y desde abajo del país entero.

En su primer discurso señaló que su lucha era por la vida. Esa voz no pudo participar en una contienda definida por la muerte.

 

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