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Crónica viva de un país en ruinas

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Pie de Página

La voz de María González Vela se elevó por encima de los gritos de la gente: “Señor presidente López Obrador (…) usted me dijo: ‘si llego al poder cuenta con mi apoyo’. Señor presidente, tengo a mi hijo desaparecido desde hace siete años y medio, necesito que me ayude (…) se lo juro, he rogado a dios que usted llegara a la presidencia, ¿para qué? Para podernos ayudar a todas las madres de familia”, dijo la mujer, que busca a su hijo Andrés, desaparecido en una carretera de Tamaulipas cuando buscaba llegar a Estados Unidos para trabajar.

“Señor López Obrador: usted es la esperanza de todos nosotros”, gritó María al hombre que, desde arriba del templete, la miraba serio, con las manos metidas en los bolsillos.

“Estamos viviendo un dolor que no tienen nombre. Y le voy a decir por qué: se muere la madre y soy huérfana, se muere el marido y soy viuda (…) Pero ¿qué palabras le puedo poner a un hijo desaparecido?”.

Al lado del aludido, el poeta Javier Sicilia arrugó la nariz y achinó los ojos, como queriendo tragarse el llanto que hace unos años, al recorrer el país en unas caravanas “por la paz”, se le desparramaba del cuerpo al escuchar estos testimonios. Pero María siguió sin tomar aire: “No hay nombre, señor (…) He pasado días y noches, llorando y sufriendo hincada, de rodillas, pidiéndole a dios que nos de la oportunidad de saber qué hicieron con ellos, qué hicieron con mi hijo (…) ¿Dónde está mi hijo?”

“¿Dónde está mi hijo? ¿Dónde está mi hijo?”, replicaron al unísono cientos de gargantas reunidas en el auditorio del Centro Cultural Tlatelolco.

La mujer, originaria de Puebla, siguió hilvanando un alarido que concitaba el dolor de la ausencia, la desesperación de la impotencia, y la rabia por el desprecio de las autoridades:

“Tuve enfrente a (Enrique) Peña Nieto y ¿sabe lo que hizo? Porque yo lo vi: le entregué la ficha de mi hijo y el muy desgraciado lo tiró al bote de la basura ¡En mi presencia! Se lo hubiera guardado en una bolsa. Pero el desgraciado presidente nos dejó hechos una ruina. Dejó al país convertido en un maldito cementerio… Señor López Obrador, por favor, ¿quiere que me hinqué? ¿Quiere que me hinque para encontrar a mi hijo?”

El encuentro entre Andrés Manuel López Obrador y las víctimas estaba desbordado. Cada una quería hablar de su caso, contar su dolor, tener atención, recibir respuestas. El equipo organizador trataba de frenar la catarsis de la reunión, que se extendía con cada intervención. El presidente electo tenía que irse ya al aeropuerto, se escuchaba insistente una voz en el micrófono abierto. “Es comprensible su dolor, todos los casos serán escuchados y atendidos, habrá más reuniones”, decía en vano Sergio Aguayo, el moderador. Nadie escuchaba a Olga Sánchez Cordero, la próxima secretaria de Gobernación, quien delinearía la estrategia del gobierno. Todos se dirigían al “presidente” sin preocuparse por la formalidad de agregar “electo”. Sicilia se acercó y le dijo algo al oído Sánchez Cordero. Ella le dijo a Aguayo que preguntara. Desencajado, López Obrador se dirigió al micrófono y el mensaje preparado con la estrategia para alcanzar la justicia nunca llegó.

Abajo, un hombre de sombrero y camisa de cuadros permanecía sentado en su silla. Tenía la cabeza hacia abajo y sostenía un cartelón, el mismo que ha cargado en cada marcha y en cada reunión, desde 2011, que tiene la imagen de un hombre plateado sobre un fondo rojo. El de la foto es Melchor Flores Hernández, el Vaquero Galáctico, un artista urbano desaparecido por policías de Nuevo León. El hombre sentado era Melchor Flores Landa, su padre, que lo ha buscado incansablemente durante nueve años.

— ¿Qué piensas de esto, Melchor?

— Pues la tienen difícil (los del nuevo gobierno). Si fuéramos cinco o seis familias. Pero mira nomás todo esto. ¿Cómo le van a hacer?

Para quienes atestiguamos las caravanas por la paz que encabezó Sicilia con Julián LeBarón en 2011, la reunión fue como un déjà vu, una vuelta a la pesadilla más horrorosa, a esa sensación de que estás tocando lo inasible, lo innombrable, lo indescriptible.

¿Con qué palabras se puede contar este dolor? ¿Cómo se puede nombrar esta tristeza?

En realidad, el déjà vu es aparente. Porque ahora nada es igual, sino peor. Porque los muertos y los desaparecidos de entonces se duplicaron. Porque un presidente que los engañó y otro simplemente los ignoró. Porque se publicó una ley, se crearon comisiones especiales, se formaron colectivos de familias que se desgastaron por la falta de resultados. Y la energía que dejó el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad se apagó.

De entonces a ahora, el Estado mexicano acumula una deuda de 2 mil 600 días sin respuestas, 62 mil horas de dolor, que multiplicadas por cada una de las víctimas presentes en el encuentro concita millones de minutos de rabia, en un salón al que ya no le cabe más gente. Ni más dolor.

Un salón donde ese dolor está presente en todas sus formas: feminicidios, despojados de su tierra, presos políticos, torturados. Y la que pesa más, que se impone sobre todos: la de los ausentes.

Alguien dice: Tamaulipas es una fosa.

Y el reclamo se extiende: Veracruz es una fosa. Nuevo León es una fosa. Guerrero es una fosa. Jalisco es una fosa. Sinaloa es una fosa. Coahuila es una fosa.

México es un país cementerio, como dijo María González: Un país en ruinas.

Nota completa: https://piedepagina.mx/cronica-viva-de-un-pais-en-ruinas.php

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