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Las andanzas del abuelo Chus

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Soldadito Marinero

¿Cuándo conoció mi abuelo paterno, Jesús López Pérez, la Ciudad de México? ¿A qué fue? ¿Cómo le hizo para llegar hasta allá, viviendo él en un pueblito lejano llamado Yajalón, en el Chiapas pre revolucionario?

Les digo la verdad: No esperen mucho de mí en este relato. No tengo respuestas precisas para todo. Por eso, desde el principio les dejo en claro: ustedes si quieren creen lo que les cuento, y si no quieren, pues no.

El caso es que el abuelo Chus nació a finales de 1800 –nadie sabe en qué año—en el Barrio de La Merced, en San Cristóbal de Las Casas. Fue, eso sí se sabe, un 8 de junio y por su nombre debió ser un Día del Sagrado Corazón de Jesús, tan móvil para los creyentes católicos.

Desde muy pequeño se fue huyendo de la pobreza, a Villahermosa Tabasco, a donde un cazador de talentos (Talent hunter les llaman ahora) lo descubrió como buen albañil y lo contrató para que fuera a trabajar a la Finca El Triunfo, en el municipio de Tumbalá, Chiapas, propiedad de la empresa “The German American Coffe Company”.

Ya, ya ya. No estábamos en eso. Brinquemos la parte formal –ya volveré sobre ella—y vayamos al viaje a la Ciudad de México, en ese tiempo Distrito Federal de finales de los años 40; despuesito de la expropiación petrolera.

Por los relatos de mi madre –nadie vive de los 11 hijos de mi abuelo–, las primeras veces debió de salir a caballo, de Yajalón, y entre el lodo avanzar 3 días para llegar a San Cristóbal de Las Casas, vía Sitalá, Cancuc, Tenejapa. “Viajaban con todo y trastos para cocinar en el camino”; recuerda.

Después, de San Cristóbal, en autobús, hasta Arriaga, en la Costa de Chiapas, para ahí abordar el ferrocarril al Distrito Federal. Toda una odisea.

Años más tarde, lo pudo hacer en avioneta, hasta Tuxtla Gutiérrez, y de ahí a Oaxaca capital en autobús de Transportes Diego de Mazariegos. En Oaxaca pernoctaba y al otro día seguía su camino hasta su destino final.

¿A qué iba? Mi madre cree que a visitar a la Virgen de Guadalupe. Seguro que nunca la vio, que no sea en imagen, porque hasta donde se sabe al único indio al que se le apareció fue a Juan Diego, a quien por ese solo improbable hecho ya volvieron santo.

La verdad no sé si ese era el único motivo de tan largo y tormentoso viaje, pero lo que les quiero contar debió pasar a finales de los años 50, ya estando él, de visita, en el Distrito Federal.

Por lo que comentaban mis tíos, hermanos de mi papá, visualizo a mi abuelo en el cruce de Juárez y el Eje Central, antes llamado Calzada del Niño Perdido, de un lado, y San Juan de Letrán, del otro. De un lado Juárez, y del otro Madero.

Mi abuelo está de pie, a un lado de Bellas Artes, vestido con un traje café, con corbata y el sombrero de fieltro en la mano izquierda, echada hacia atrás, viendo el cielo.

Pero no, el abuelo Chus, de unos 60 años de edad, no está viendo el cielo, sino contando los pisos de la Torre Latinoamericana, inaugurada en 1956, y en ese momento el edificio más alto de la Ciudad de México y de toda Iberoamérica.

Con el dedo índice de la mano derecha señala y va diciendo en voz alta: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete…

En eso está, maravillado, cuando aparece un policía uniformado que lo observa; nota su talante provinciano –mi abuelo era un mestizo alto, con fuertes rasgos indígenas– y se acerca a él. Le cuestiona:
–¿De dónde es usted?
–De Yajalón; responde sorprendido.

Cuando le pregunta dónde queda eso, le dice que en Chiapas, y el uniformado no le cree, porque sabe que los chiapanecos visten de túnica de manta blanca y andan arcos y flechas y, bajo ninguna circunstancia usarían un traje tan fino, de lana, como el que él porta.

Sin embargo eso no le importa mucho al policía, pues su intención es ganar unos pesos extras para aliviar las penurias de su familia.

–¿Que no sabe usted que está prohibido contar los pisos de la Torre?; inquiere, moviendo el tolete para amedrentar..

Muy educado, mi abuelo se muestra contrariado, pero con una caravana de respeto le responde al uniformado que no, que no sabía que cobraban por contar los pisos de tan sorprendente edificio.

Con todo, se dice dispuesto a pagar la multa que le imponga, a razón de un peso por piso contado.

–¿Cuántos pisos lleva usted?, fustiga el policía.

Como ya sabemos, el edificio tiene 44 pisos, pero con la agilidad mental que siempre lo caracterizó, el abuelo Chus dice al policía que apenas lleva 14.

Acuerdan que la multa es de 14 pesos. Mi abuelo mete la mano a la bolsa del pantalón y saca un pañuelo de donde extrae el dinero para cubrir el adeudo y paga.

El policía se va, feliz, y mi abuelo se pone a silbar.

Al final, cuando el policía ha desaparecido, don Jesús López comenta a su acompañante: «Me lo chingué: ya llevaba 22».

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Como ya dije, mi abuelo paterno, Jesús López Pérez fue un albañil analfabeta venido a más. Con los alemanes de la finca El Triunfo aprendió del cultivo del café, y ahí conoció a mi abuela, Brígida Trujillo Cañas, una mujer muy trabajadora, originaría de Tumbalá, que, hasta donde recuerdo, se dedicó a la compra venta de cerdos.

Ya casado, se vino a vivir a Yajalón, donde hizo una fortuna que le permitió construir el primer hotel del lugar –el Hotel López—y comprar para sí varios ranchos, entre ellos La Esperanza, San Juan Agua Fría y su anexo Chipoctic, Campo Grande, Tenojib y El Carmen Chaquilá. Tal vez sus primeros ingresos los generó con el servicio de arriería que prestaba, al poseer un hato de mulas que transportaban mercancías desde los pueblos cercanos.

En el pueblo se le recuerda como hombre emprendedor, debido a que fue el primero en introducir el piso de cemento; el primero en construir un hotel, el primero en llevar una marimba, el primero en exportar café directo a Alemania; el primero en tener una máquina de escribir; el primero en generar electricidad; el primero en tener una paletería… y muchos etcéteras más.

De lo que les quiero contar ahora es de la máquina de escribir.

Pues bien, mis abuelos tuvieron 11 hijos, dos de los cuales murieron poco después del alumbramiento. Los nueve restantes – seis varones y tres mujeres—se salvaron, y mi abuelo los mandó a recibir instrucción a San Cristóbal de Las Casas. Todos aprendieron oficios, y las mujeres estudiaron mecanografía.

Años antes de que esto sucediera, mi abuelo se enteró que el hombre blanco había inventado la máquina de escribir. Se lo contó un alemán con el que comerciaba café y era dueño de la firma Bushart.

Ni tardo ni perezoso, don Chus López hizo traer una máquina de escribir desde la mismísima Alemania.

Esta llegó por barco hasta Coatzacoalcos, Veracruz, y de ahí, por río a Salto de Agua, Chiapas. En mula la mando a traer hasta que por fin arribó a Yajalón. Aunque no hay registro de la fecha, ese debió ser un día histórico para el pueblo; como de fiesta en el portentoso Hotel López.

Tan así, que dicen que mi abuelo hizo reunir a toda la familia; se vistió de traje y corbata, se puso el sombrero de fieltro y pidió a su hija Rosita –la mayor de las mujeres– que le colocara el papel.

Muy serio, con el rostro adusto, se colocó las manos atrás, cómo atadas debajo de la espalda y comenzó a caminar de un lado a otro dentro de su espaciosa habitación de piso de madera, pintada de color verde agua.

Como si fuera un erudito en las lides de las letras castellanas, dictó con voz clara: «Querido compadre, dos puntos. El motivo de la presente, coma, es presentarle mis saludos y una vez hecho esto paso a lo siguiente, punto y aparte».

De reojo, sin cambiar de postura las manos, mi abuelo observó que la hoja seguía en blanco; de tal suerte que se enojó tanto que de inmediato se aflojó la corbata y tiró el sombrero sobre la cama, al tiempo que, furioso pidió a sus hijas Rosita y Juanita que devolvieran el engendro, porque la máquina de escribir no servía.

No escribía pues y allá fue la reluciente Olympia a parar de vuelta a Alemania, a dónde años más tarde don Jesús López encargaría la primera máquina despulpadora de café que igual le hizo pasar corajes aún antes de llegar.

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Voy de nuevo con mi abuela paterna. Ella se llamaba Brígida Trujillo Cañas. Era morena, con el pelo ensortijado, herencia de su pasado africano tal vez. Cuando mi abuelo construyó el Hotel López –de dos pisos y sótano, con un gran patio para el secado del café–, ella se hizo cargo del comedor. Aparte, comerciaba con cerdos que compraba en las comunidades cerranas –Yajalón está en un hoyo y a donde uno voltee a ver hay cerros–.

Cuando la conocí, ella ya era una viejecita que perdía la memoria de manera acelerada. Se olvidaba hasta de los nombres de sus hijos. Con sus más de 80 años encima, seguía siendo una fumadora empedernida, y cada que podía se echaba sus tragos de tequila.

El caso es que yo la veo encendiendo su primer cigarro, muy temprano, y luego de darle unos toques se olvidaba de que lo tenía prendido y encendía otro, en la misma mano.

Repetía el procedimiento y encendía el tercero, de tal suerte que cuando fumaba parecía que estaba tocando una armónica.

Pasados los años, todos los días mis hermanos mayores le contaban la historia de Lucio Blanco, basada en una canción que se oía en todas las cantinas del pueblo.

— Abuelita, ¿cómo ve usted que mataron a Lucio Blanco? Le echaron tierra en la boca; le decían.

«Pobre hombre», era su respuesta primera. Después, agregaba: «pero que pendejo, por qué no cerró la boca?». Y así todos los días.

Cuando mi abuela era joven –cuenta mi madre, Blanca Arévalo Abadía, hoy de 80 años–, mi abuelo la abandonó, después de que ella lo encaró diciendo que tenía una amante, una querida.

–¿Cuál quería? La quiero todavía; dijo mi abuelo. Y juntando su ropa para dejar el hogar, agregó: “Ella sí, mujer de quitarse el sobrero”.

El abuelo se vino a vivir a San Cristóbal. Debió ser un septiembre, porque su llegada coincidió con la Fiesta de La Merced, su barrio de origen, a donde le gustaba lucir el poderío económico acumulado. ´

Mi abuela no se cortó las venas –se las dejó crecer—y se puso a trabajar, más duro aún. Esperó paciente un mes, y luego viajó a la misma ciudad en busca de su esposo. No tuvo que hacer mucho para convencerlo para que regresara. Dicen que solo le mostró los talegos de plata que había ganado en su ausencia.

Pasados los años, ya muy viejecita, doña Brígida comenzó a arrastrar los pies al caminar y aún así se salía del hotel por la calle Central, que da al río. Agarraba bajada y era peligroso su andar ligero, como corriendo con los talones.

Los hijos decidieron entonces poner candado a su cuarto, y aún así, con sus más de 85 años a cuestas, la vi saltar la ventana en varias ocasiones para darse a la fuga; encargar sus cigarros y seguir fumando.

De su muerte, velorio y entierro se me ha borrado todo. Pero nos quedó tatuada aquella frase de «estas horas, par de puercos». La decía siempre colocando la mano derecha de palmo, indicando el tamaño de los cerdos que arriaba, para luego destazarlos y venderlos por kilo, en canal.

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No sé cómo le hizo mi abuelo paterno, Jesús López Pérez, para mantener en secreto que había puesto piso de cemento en la recepción del Hotel López.

Lo cierto es que para el día de la inauguración, hizo llegar una marimba de San Cristóbal de Las Casas e invitó a las familias más reconocidas de Yajalón. La marimba tuvo que llegar vía aérea, pues la carretera –en realidad una brecha—llegó al pueblo hasta 1964.

Para muchos de los asistentes, conocer el piso de cemento y la marimba debió de ser como aquel mítico día en que el coronel Aureliano Buendía, de la mano de su abuelo, conoció el hielo.

Mi madre no estuvo ese día ahí, pero su papá, Francisco Arévalo Valdiviezo, le contó que cuando abrieron la puerta del hotel, lo que vieron fue un plástico gigante cubriendo el suelo.

En medio de dianas, mi abuelo Jesús retiró el nylon y oh sorpresa, dio a conocer el piso de cemento a los notables yajalontecos. Debió de ser el primer día que mis antecesores bailaron sobre un piso liso y resbaloso.

Al paso del tiempo, el Hotel López se convirtió en una especie de salón de apuestas, a dónde los pudientes llegaban religiosamente, todos los días, a jugar barajas.

Ahí sucedió el incidente de la máquina de escribir que ya les conté, y años más tarde esas mismas paredes fueron testigos mudos del enojo de mi abuelo cuando, por voz de mi tía Juanita, se enteró de que la máquina despulpadora de café que había encargado a Alemania estaba en Salto de Agua.

«Estimado y fino amigo, don Jesús López Pérez: con gran alegría le comunico que la máquina despulpadora ya está con nosotros. Le pido de favor mandé unas ocho mulas, para llevarla a Yajalón»; decía la carta que leyó mi tía.

Muy molesto, mi abuelo levantó la ceja derecha en señal de enfado, y refunfuñando vociferó: «Hijos de la chingada. Otra vez me volvieron a engañar esos pinches alemanes. Me dijeron que la máquina tenía más de 20 caballos y ahora resulta que no me la pueden traer hasta aquí. Para qué quieren que les mandé mulas si la compré con todo y caballos?».

No sé quién explicó a mi abuelo que los caballos eran de fuerza interna del motor, y sí, mandó a sus mulas hasta Salto de Agua para que cargaran la primera máquina despulpadora de café, de motor, que hubo en Yajalón y sus alrededores.

Así como estas, me sé varias anécdotas que nadie puede verificar. Mi abuelo falleció un 10 de diciembre de 1967. Yo tenía 3 años, y todo lo que sé lo sé de oídas. Ustedes decidan si me creen o no.

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