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Ismael Cruz, el indígena karateca que se fue de Yajalón y regresó siendo José José

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¿Qué bebedizo, qué brebaje, qué pócima le habrán dado al pobre de Ismael Cruz para volverlo loco; al grado de hacerle creer que él era José José, el cantante de moda en esos tiempos?

¿Qué hechizo le harían?

Por más que le busco no encuentro la respuesta. Tal vez debería ir a Yajalón a consultar con doña Chea, la vieja adivina del barrio de Chulhá que un día ayudó a mi suegro a encontrar un caballo que le habían robado y lo halló, gracias a sus acertadas visiones, en un potrero lejano, pintado de otro color, tal como ella le había dicho.

Ella seguro sabe lo que le pasó. Bastaría con preguntarle para conocer la verdad.

La versión popular reza que le dieron toloache, esa bebida que preparan con agua de calzón color rojo y floripondio para “amarrar” a los hombres guapos y ricos, pero yo simplemente no puedo aceptar esa idea porque Ismael Cruz no era una cosa ni la otra.

Él era un hombre humilde, sencillo, pobre y trabajador, con acentuados rasgos indígenas: rostro moreno, adusto, colocho, ¿es?, sí, pero creo se hacía permanente en el cabello; originario del ejido Bachajón, en el municipio limítrofe de Chilón.

Cuando llegó a mi pueblo por primera vez, a finales de los años 70, Ismael Cruz lo hizo investido de profesor de karate, y puso una escuela de Tae Kwon Do en la 1ª Avenida Norte, rumbo al campo de aviación, a unos pasos de la casa de mi abuela Aminta Abadía.

Por la novedad, pronto se hizo de varios pupilos, mismos que en breve tiempo se empezaron a burlar de él, debido a que en sus catas o gritos de combate invariablemente mencionaba la palabra ishim, que, en el tseltal que se habla en la zona, quiere decir maíz. Y a cada expresión suya, los alumnos le respondían con un contundente “chenek”, que, a su vez, significa frijol en el mismo idioma de origen maya.

Así las cosas, mientras el maestro se lucía con vistosas patadas voladoras ante sus discípulos, un par de amigos que estudiaban en el otrora Distrito Federal –uno ingeniería, el otro “para presidente de la República»-, y eran practicantes de artes marciales, observaron las deficiencias y limitaciones del indígena bachajonteco y, decididos a exhibirlo, lo retaron a combate.

Pobre Ismael. No tuvo más opción que aceptar. Orgulloso, dijo que podría contra los dos al mismo tiempo, pero mis paisanos no aceptaron la ventaja. Uno a uno fue el acuerdo.

Una niña, de unos 12 años –Flora Estrada-, con rostro de ángel y que vivía enfrente de la escuela de Tae Kwon Do, vio azorada el desigual encontronazo. El maestro, con su karategui blanco y su cinta negra atada a la cintura, caía de rodillas cada vez que uno de mis amigos le pegaba con el talón en el hombro izquierdo, después de librar la cabeza del maestro en una patada circular.

Qué madriza la de aquella noche. Recuerdo a la niña de ojos grandes y vivaces llorando al lado de su vecino, una vez que este no se pudo levantar del piso de cemento gris que sirvió como dojo en ese instante.

Ismael Cruz no soportó la humillación de la golpiza, cerró las puertas de la escuela y desapareció pronto del pueblo. Quiero creer que esa noche del combate, desde el piso, observó el bello rostro de la niña-adolescente que sufría junto a él. Y algo le debió haber dicho, él a ella, antes de marcharse. Algunos aseguran que fue un: “volveré por ti en unos años”.

Mi teoría es que la combinación de esos dos factores –la madriza del estudiante de ingeniería, especialista en Kung Fu, y el rostro angelical de Flora Estrada—colaboraron en algo en la transformación que súbitamente sufrió el karateca indígena.

Bueno, súbitamente es un decir, porque lo menos que duró la desaparición de Ismael Cruz fueron tres años. Y si en esa ausencia tomó agua de calzón rojo con floripondios, seguro no fue de mi amiga Flora, que resta decirlo, se fue convirtiendo en la señorita más bonita de Yajalón y sus alrededores.

El caso es que cuando Ismael regresó a Yajalón, a principios de 1980, él ya no era él. Y nosotros: El Mudo, El Tribilín, El Perro, La Flaca, El Burro y yo, seguíamos siendo los mismos, pero éramos ya flamantes estudiantes de preparatoria.

Para entonces, Flora Estrada estudiaba el tercer grado en la Escuela Secundaría Técnica número 9, en el barrio de Lindavista. Y faltaban solo unos meses para que se graduara, cuando comenzó a recibir ramos de rosas, rojas y blancas, todos los días, de lunes a viernes, en el mismísimo salón de clases.

Todos en el pueblo se preguntaron entonces quién sería ese enamorado misterioso. Nosotros nunca tuvimos dudas: era Ismael Cruz. Solo él se podía dar semejante lujo.

Vaya sorpresa: Flora apenas iba a cumplir los 15 años, y nuestra amiga ya volvía locos a los hombres. Eso de nuestra amiga es un decir, porque ella apenas nos volteaba a ver, y sólo tenía ojos para los riquillos del pueblo, a los que conocíamos como “popis”, hijitos de papá que ya tenían carros o motos.

Lo cierto es que todos quedamos anonadados cuando vimos de nuevo a Ismael Cruz, bien vestido, bien peinado; lleno de alhajas y “forrado en billetes”. Nos quedó claro entonces que vino con la clara intención de conquistar a la bella Flora.

A nosotros hizo como que no nos conocía; como si nunca antes nos había visto. Para mí ese día fue el final de la historia del karateca indígena y el inicio de otra, más romántica que la anterior.

II

-Les presento a mi amigo José José -nos dijo, un día cualquiera, un primo amigo en común al que indistintamente llamamos El Mudo o El Zopilote.

Esa tarde estábamos sentados en el respaldo de una banca en el parque central al que no sé porqué llamábamos así si en verdad era el único parque que había en todo el pueblo, y no estaba precisamente en el centro, sino jalado al poniente.

-Mucho gusto; respondí alargando la mano derecha en señal de saludo; fingiendo que por primera vez en mi vida veía a Ismael Cruz. Lo mismo hicieron los demás compañeros; todos muy sorprendidos pero serios en ese momento. 

Ismael Cruz, trasmutado ya en José José, sin siquiera un asomo de parecido con el famoso Príncipe de la Canción, nos invitó el primer refresco, en un lugar denominado El Pulpo, propiedad de don Eligio Sholom (sin dientes, en tseltal), sitio a donde solíamos escuchar música en una gran rockola traga monedas.

Sonaban en esa época canciones de Camilo Sesto, Julio Iglesias, Roberto Carlos, José Luis Perales. Luis Ángel y, por supuesto, del mexicanísimo José José. Pedí entonces una moneda y de pie, junto a El Perro, seleccioné tres canciones: Has nacido libre, de Camilo Sesto; Hey, de Julio Iglesias y una viejita de José José: El triste.

La última canción nos sirvió de pretexto para pedir a nuestro “nuevo” amigo que nos contara del robo que le hicieron en el Festival de la Canción Iberoamericana, en 1970. Obvio que él no sabía nada de eso y hubo que provocarlo.

–Ándale José José. ¿Ya no te acuerdas cómo te ovacionaron de pie?

José José nos miraba sorprendido; nos veía como si fuéramos marcianos. No sabía ni puta madre de qué le estábamos hablando.

–¿No recuerdas que hasta te tiraron rosas, que cantaste El triste y que te robó el primer lugar una pinche brasileña?

–¡Hija de la chingada!; exclamó furioso y hasta golpeó la mesa haciendo brincar los refrescos, pero luego suavizó la expresión, cuando le contamos que ahí fue donde José José se ganó el cariño del público y el mote de El Príncipe de la Canción.

–¿O no eras tú el que concursaste?; lo provocamos una vez más.

–Claro que fui yo, pendejos, pero ha pasado tanto tiempo que ya ni me acordaba; nos respondió. Nosotros le seguimos la corriente; total él pagaba los refrescos y la música.

Al paso de los días, de boca en boca se fue esparciendo el rumor de que Ismael Cruz había vuelto a Yajalón, pero que ya no era el derrotado instructor de karate, sino el famoso cantante José José. “Ahora es un hombre muy rico”; fue el comentario general.

Fue así como de pronto nos vimos con él, rodeado de bellas mujeres, en otra cafetería, más fresa aún, situado en un segundo nivel de la calle central, frente al edificio que albergaba el supermercado Martínez.

Fue ahí, justo en la cafetería de El Choco, donde José José nos contó de sus aventuras amorosas con cantantes y artistas famosas como  Lucía Méndez, Angélica María, Dulce, Ana Gabriel, Yuri y Daniela Romo, aunque nosotros creíamos que la última era lesbiana.  La mejor de todas en la cama, nos presumió, era Lucía Méndez.

Fue en esa misma cafetería donde mis primas –casi todos en el pueblo éramos familia—comenzaron a vender besos al José José indígena, olvidando su racismo ancestral que invariablemente les llevaba a llamar “pinches indios” a los originarios de estas tierras.

A cada beso, José José correspondía con un billete que sacaba por manojos de una u otra bolsa de la camisa o pantalón y, generoso, se lo daba en la mano a la ofertante que, en más de una ocasión, vendía por mayoreo los roces de sus labios en ambas mejillas del impostor.

El caso es que creció tanto la popularidad de El Príncipe de la Canción, que alguien más le vendió la idea de que no debería andar solo por las calles del pueblo –“te pueden secuestrar”– y que por tanto necesitaba guaruras para resguardar su seguridad.

–Nosotros te podemos cuidar, pero necesitas comprarnos uniformes; le dijeron e inmediatamente lo condujeron al almacén de ropa del pueblo, a donde cuatro jóvenes se surtieron de pantalones Levis de mezclilla, camisa de cuadros con pañuelo rojo y botas de la marca Jaca, tan de moda entre los rancheros ricos de la zona.

Tan famoso llegó a ser José José, que la generación 77-80 de la Escuela Secundaria Técnica lo nombró padrino de graduación, y él aceptó gustoso porque en ella egresaría Flora Estrada, la musa que se hizo eterna en su memoria desde aquél fatídico combate en que él sucumbió ante las patadas del estudiante de ingeniería que no tenía ninguna cinta atada a la cintura.

Aún tengo en mi poder un vídeo, en el que se ve a José José actuando en la Plaza Cívica de la EST 9, en plena graduación. Recuerdo que lo grabó mi hermano Ausencio, con una cámara Beta de poca calidad, pero que permitía acercar y alejar el objetivo, de tal forma que el intérprete de “Si me dejas ahora” parecía más bailarín de “Fiebre de sábado por la noche” que cantante.

Recuerdo que en una ocasión, ya egresada Flora de la secundaria, “los popis” organizaron una fogata por los rumbos del panteón municipal. Ella estaba ahí, callada y tímida, sentada frente al fuego. José José se acercó y le preguntó por qué estaba triste. Antes de que ella respondiera, un primo se adelantó a explicar que ella estaba triste porque “el trago estaba muy escaso” y no iba a alcanzar.

–Vayan por tres botellas de whisky y más aguas minerales; dijo José José al tiempo que exponía un fajo de billetes que pronto desapareció de sus manos. Dos besos sonoros recibió entonces José José como recompensa a su generosidad. Los labios de Flora Estrada quedaron marcados en su rostro moreno… y seguro también en su mente.

Escenas como estas se repitieron casi todos los fines de semana. Eran tiempos en que los billetes del cantante millonario eran usados hasta para prender los cigarros. Era cuando los caprichos de Flora se cumplían a cabalidad, con una rapidez inusitada.

Tanto poder tenía Flora sobre José José, que aunque ella no estuviera en las reuniones, sus primos tenían el derecho a pedir botellas de trago en su nombre.

–Dice Flora que nos invites al baile de los charros; le decían y él compraba las mesas, pagaba las entradas y los tragos hasta el amanecer.

Inútil sería tratar de convencerlos de que este relato es real, si no les cuento de un segundo vídeo grabado a las orillas de las Cascadas de Agua Azul, situada en los municipios de Chilón y Tumbalá. Ahí se observa a José José rasgando una guitarra, sin ritmo; sentado a la sombra de un frondoso árbol, haciendo como que canta “Gavilán o paloma”, mientras en una vieja casetera colocada a un lado de su pierna izquierda suena la misma canción con la voz real del Príncipe de la canción.

¿Cómo llegó José José hasta ese lugar? Muy sencillo: una mañana se juntaron tres amigos en la casa de mi hermano Adrián. Querían tomar cervezas y uno de ellos sugirió que fueran a Agua Azul, pero no tenían carro ni dinero para pagar el taxi.    

–Muy fácil; dijo mi hermano Adrián. Yo tengo una cámara de vídeo –la única que había en todo el pueblo–y le podemos decir a José José que si él paga el taxi, le grabamos un promocional en Agua Azul.

Eso hicieron y el resultado ya lo conocen ustedes.

Un tiempo después, en 1981, el cantante impostor comprador de besos cayó en desgracia. Seis policías llegaron a su domicilio y sin mediar explicación alguna lo condujeron a culatazos a la cárcel municipal, situada en la alcaldía del lugar, frente al parque central.

Ahí lo vi tras las rejas la última vez, junto a otros presos del fuero común. Un tanto intrigado, le pregunté por qué lo habían detenido. Fuera de la realidad aún, me contestó que no me preocupara, que todo era parte de un montaje, de un show.

–Estamos promoviendo mi más reciente éxito; me dijo con aplomo.

–¿Éxito?

–Sí cabrón, ¿no ves que acabo de lanzar un nuevo LP?

–No sabía. ¿Cuál es la canción?; volví a interrogar.

–La de Preso, cabrón. Por eso estoy aquí, pero no te preocupes que pronto quedaré libre y nos iremos de nuevo de parranda con las viejas. Deja que se posicione el nuevo disco y ya verás.

La verdad es que José José tardó un buen tiempo en la cárcel y cuando por fin salió, debió hacerlo como Ismael Cruz; acusado de un gran fraude a una cooperativa de productores de café que confió en él, y le dio grandes cantidades de dinero para comprar el aromático grano.

Ismael Cruz no entregó ningún saco de pergamino a los cooperativistas, ni devolvió el dinero que a raudales se gastó en besos, viejas, taxis, cafés y refrescos y solo salió libre cuando al paso de los años cumplió su condena.

Desde entonces le perdí la pista, y nunca pude tener la certeza de si su conversión a un artista famoso tuvo que ver con las patadas del estudiante de ingeniería, o lo hizo a propósito para conquistar a la bella vecina que esa cruda noche lo vio llorar en el piso de la primera escuela de karate que hubo en Yajalón.

O tal vez se convirtió en José José para gozar de los besos –bien pagados eso sí–, de las mujeres racistas, esas señoritas racistas que años antes lo trataron como a un “vil indio”; como a un “pata rajada”.

Vaya usted a saber cuál fue la verdad, pero el toloache estoy seguro que no fue el que volvió loco a Ismael Cruz

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