Cicatrices

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  • Un fotógrafo viaja a Aldama —lugar que ha visitado muchas veces en los últimos años— para encontrarse con las personas que han resultado heridas en los múltiples y constantes ataques armados que se lanzan de forma regular desde Santa Martha Chenalhó.
  • La idea de la reunión es hacer una sesión de fotos enfocándose en los dolores y sus huellas, con la esperanza de atraer algunas miradas, que alguien se entere que siguen ahí, sin atención, con las balas dentro del cuerpo, con la violencia materializada en metal y cicatrices.

El retrato, dicen, es un instante para la memoria, una imagen que nos dirá que así era alguien en un momento fijo, determinado por su tiempo y sus circunstancias. “Este era él”, “esta era ella”, el retrato no es lo que las personas son sino lo que serán cuando alguien más o ellas mismas vean ese retrato en el futuro, lejano o cercano. Son para ser lo que fueron. Es el retractus que jala el tiempo y trayéndolo de vuelta al presente en un después cualquiera. El trahere que arrastra para impedir la victoria del olvido. Estos retratos dicen y dirán que en los primeros meses de 2021 estas personas estaban ahí, poniendo el cuerpo contra el olvido.

¿De quién son son estos cuerpos que miramos? ¿los reconocemos? ¿nos reconocemos en sus rostros? ¿podemos reflejarnos en esas miradas que han perdido brillo? ¿es posible pensar que esos otres son un nosotres? Quizá es mucho más fácil pensarles cuando un subsecretario los presenta en forma de números, en un powerpoint donde afirma que no son tantos, que son menos, que ya les entregaron despensas mientras a sus agresores les entregaban tierras, dinero, televisores e impunidad.

Cuando nosotros, gente de la ciudad, miramos un retrato de habitantes de los pueblos originarios de Los Altos de Chiapas, vemos muchas cosas, pero nos cuesta ver personas. Hay una niebla, muchas capas de neblina que hacen difuso y confuso el rostro. Son los retratos previos, los retratos que hemos hecho, los retratos que les hicimos otros nosotros. Esa imagen que inventamos y que a lo largo del tiempo nos hemos convencido que es la imagen auténtica, el ser verdadero, el canon de su identidad. Toda imagen de indígena es una heteroimagen, es decir una imagen construida desde afuera, desde lejos, desde antes, desde un su otro. Todas son la misma aunque sean diferentes. Las seleccionamos y las acomodamos en cajones precisos, las discriminamos para ordenar el mundo percibido, a tal grado que eventualmente dejamos de distinguir entre una y otra.

Hay quien dirá —y qué bueno— que lo que acabo de afirmar es falso. Que ellas y ellos sí ven a las personas, que es un insulto decir que son intercambiables. Que conocen en persona al de la foto, que han hablado con ella, que es su comadre, que es su mejor amigo. Que les conocen y saben quiénes son. Por ello debo aclarar que hablo de la imagen de esas personas, no de las personas mismas. Esa imagen que cada persona (cada una de nosotras) proyecta y es percibida por las demás, esa imagen que no le pertenece aunque sea suya. Acudo al báculo de autoridad de Milan Kundera para que me ayude a empezar a desmadejar la trama, con unas líneas de su libro La Inmortalidad:

Es una ilusión ingenua creer que nuestra imagen no es más que una apariencia tras la cual está escondido nuestro yo como la única esencia verdadera, independientemente de los ojos del mundo. Los imagólogos han descubierto con cínico radicalismo que es precisamente todo lo contrario: nuestro yo es una mera apariencia, inaprehensible, nebulosa, mientras que la única realidad, demasiado aprehensible y descriptible, es nuestra imagen a los ojos de los demás. Y lo peor es que no eres su dueño.

Es así que la primera persona que pasa, en la sesión de fotos del fotógrafo Isaac en Aldama, no logra acomodarse del todo, no logra “ponerse para la foto”. No está incómodo ni nervioso, están ahí por su propia decisión, así como el fotógrafo está ahí porque lo decidieron juntos. Quieren contar su historia, quieren ser las y los narradores de su imagen, construir autoimagen aprovechando que alguien con la tecnología y la técnica está dispuesto. Pero ninguna de las fotos que son tomadas convence al ejecutante ni a la concurrencia-autores. No es la presión, ni el improvisado estudio fotográfico que han montado en las aulas de la escuela (abandonada por los maestros desde tiempos prepandémicos por el temor a los ataques armados). Se trata de hablar de las heridas, de las balas, de la violencia que han sufrido con sus cuerpos como testigos. Se trata también, lo saben, de convencer, de demostrar que es cierto. Pero el cuerpo no basta como evidencia. Hasta ahora no ha sido suficiente. Por eso al final, casi para retirarse, esa primera persona saca de entre sus ropas un documento, donde un médico describe con lenguaje clínico lo que le sucedió a él y a su cuerpo. No hay mejor forma de decir “este soy yo y estas son mis heridas” que con ese frío formulario institucional, en estos tiempos en que la palabra sanitaria es casi la única palabra en la escena.

¿Cómo pueden narrarse los cuerpos colonizados? ¿Cómo romper con la ocupación de ese territorio que está obligado a decir de sí mismo lo que se espera y nada más? Los espectadores, las personas consumidoras de imagen esperamos que nos cuenten la historia que pedimos o por la que pagamos, no otra, no distinta. Para Susan Sontag nuestro consumo de imágenes define la realidad de esta sociedad capitalista, es nuestra forma de estar en el mundo, de vivirlo y transformarlo: “El cambio social es reemplazado por cambios en las imágenes. La libertad para consumir una pluralidad de imágenes y mercancías se equipara con la libertad misma”.

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