DestacadasHelena, le guerrillera imaginaria.

Helena, le guerrillera imaginaria.

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Julio César López

Cuando cerré los ojos, lo primero que distrajo mi atención fue el rostro de Helena. Vi que sonreía; observé esos labios rojos que me atraen, que en sueños me llaman, y esos ojos que siempre creí azules pero son café oscuro, tan profundos que parecen negros.

Detrás del rostro, cayendo como cascada, una cabellera larga, rizada, de color rojizo.

Escuché entonces la voz de Mariana, la terapeuta que, muy cerca de mí, me decía, me pedía, me ordenaba: “Así, con los ojos cerrados, respira profundo, lentamente. Inhalaexhala. Otra vez, inhalaexhala”.

El rostro de Helena seguía ahí, sonriente.

Contraje más los ojos, agudicé la mirada, centré el foco de mi imaginación y observé que en los ojos de ella se advertía un brillo que no había notado antes.

Me veo cómodamente sentado en un sofá color beige con rayas rojas, en el consultorio de la doctora Mariana Castillo, en una ruidosa calle del centro de la colonial ciudad de Oaxaca, en el sur de México. Tengo el cuerpo flojo y las piernas semiabiertas; en ellas descansan mis manos. La cortina que cubre la ventana está cerrada y la luz del consultorio es tenue.

Una respiración más. Inhalaexhala. Observa esa luz de color verde que nace en la punta de tu pie izquierdo y que lentamente comienza a recorrer tu cuerpo”. Es la voz de la terapeuta, que escucho baja, cálida, con nitidez.

Afuera hay ruido de automóviles que transitan por la calle, y por más que me esfuerzo no veo la luz que dice la doctora. Entre ceja y ceja sigo viendo lo mismo, a esa bella mujer de cabello rizado cuyo pelo cae como cascada de agua rojiza; que me ve sin verme y que se niega y pretende negarme el placer de ser feliz un día a la vez.

En la tercera respiración profunda, el rostro de Helena no se va, pero al menos comienzo a ver esa luz que dice Mariana, la terapeuta que está frente a mí, sentada tras del escritorio, observándome fijamente a menos de un metro y medio de distancia.

Ahora me doy cuenta: La luz que dice la doctora no es verde sino color violeta.

Y sí, como ella dice, esa esfera de luz, violeta y no verde, diminuta, está en mis extremidades más lejanas. Está en la punta del dedo derecho de mi pie izquierdo. Del primer dedo o dedo gordo. Está ahí y se mueve. O más bien, palpita al ritmo de mi corazón y parece alumbrar y apagarse como un pequeño foco intermitente.

Mariana, la doctora, me sigue guiando, me sigue dando órdenes –ella dice que no da órdenes, y solo sugiere–. “Esa luz verde te da una rica sensación de calor. Recorre todo tu pie izquierdo, dedo por dedo. Sigue por la planta y lentamente va subiendo por tu pantorrilla”.

Intento abrir los ojos y aclarar que la luz no es verde, sino violeta, pero no puedo. Mis ojos y mis labios están pegados, además de resecos e inexpresivos.

No importa: Siento una paz interior y eso me reconforta. La luz, color violeta, llega a mi rodilla. “La luz verde sigue por tus muslos y poco a poco recorre tus genitales. Ahora está en tus genitales y ese calor se transforma en gozo…” (Eso creí escuchar. ¿Eso diría?).

Dejé de escuchar la voz suave, porque la mente me traiciona; juega conmigo. Otra vez el rostro de Helena, ahora con una mirada tierna que los lentes no logran disimular. Sí, ahora tiene lentes y luce igual de bella que sin ellos. Los lentes le dan un aire interesante, del tipo intelectual, de lectora contumaz y eso me hace verla más atractiva aún.

Sí, por un momento dejé de escuchar la voz de la doctora Mariana. Intento volver a concentrarme en la luz, verde o violeta, que importa el color, pero no puedo. Imagino la figura de Helena, delgada, fina, extendida toda frente a mí, distante pero reposada, y entonces siento que un mar de mariposas revolotea en mi vientre.

Percibo su olor, el de ella y el de su perfume. Esa mezcla de aromas que la hacen única, inconfundible, invade mis sentidos e inunda y desborda el pequeño consultorio en el que me encuentro.

Pierdo de nuevo la voz suave de la terapeuta y pienso: Es lo que los expertos llaman “mariposas de concupiscencia”. He leído eso, he escuchado eso. He sentido eso. Estoy sintiendo ese revolotear de mariposas en mi vientre y sólo pienso en abrazar a Helena, aunque sé que ella no está.

Es sólo mi imaginación, mi alucine, mis ganas de sentir, de sentirla, de querer estar con ella otra vez.

Retomo el camino que me indica la doctora Mariana y me doy cuenta que la luz sigue en mi vientre. Sí, ahí en mi vientre, donde una amiga de manos prodigiosas dijo un día, mientras me daba un tortuoso masaje curativo: “Aquí se manifiesta el alma”.

Sí, mi amiga Carmen Velasco dijo “aquí” mientras trabajaba en el vientre. No puedo estar equivocado. Ella dijo “aquí se manifiesta el alma”, y después, para mi desgracia agregó: “pero a ti no te la encuentro. Eres el primer paciente, en años, al que no le encuentro el alma. Eres un desalmado”.

Y la luz sigue siendo de color violeta y no verde, como dice Mariana. Sí, Mariana Castillo, mi terapeuta, mi doctora, mi guía, mi gurú.

“Contacta con tu corazón”, escucho que dice la voz enfrente de mí. Y entonces me doy cuenta de que no estoy concentrado en lo que estoy haciendo. Que algo me distrae, y que ese algo tiene nombre pero no apellido. Se llama Helena, es clandestina, tiene el pelo rizado, rojizo, la piel suave y la mirada tierna.

“Dime qué sientes”, cuestiona la terapeuta. Y me observo relajado pero distraído. Me perdí en el trayecto del vientre al corazón. Pero la luz violeta y no verde está ahí, en el corazón, donde locos y poetas creen se aloja el amor.

Ahora puedo hablar.

¡Carajo, no puedo hablar! Mi guía no dijo, no ordenó eso. Creí escuchar “dime qué sientes” cuando la luz violeta llegó a mi corazón e inicié a llorar como un niño chiquito, como no lo había hecho en varios años.

Ahora sé por qué mi terapeuta asintió y dijo “ajá” cuando repitió: “Contacta con tus sentimientos”. Seguro vio mis lágrimas y se dio cuenta que no es cierto que sea tan duro, que no es cierto que no sepa llorar ni amar como no sea con el cerebro.

Y mientras yo sigo distraído, con destellos del rostro y el cuerpo de Helena, la luz violeta dejó el corazón y recorrió el brazo izquierdo, de ida y vuelta, sin que yo me diera cuenta. “Esa luz verde sube ahora por tu cuello y va relajando tus músculos. Ya no hay tensión y aumenta esa paz interior que tanto buscas…”.

Centímetro a centímetro la luz color violeta sigue su recorrido por la cabeza y después de varios deslices de mi mente –con Helena, si con Helena, ¿con quién más iba a ser?– comienza a descender por el lado derecho…

El verdadero caos inicia cuando la luz violeta llega de nuevo al pecho y mi consciente se da cuenta de que ahí me hace falta un corazón. Sí, me doy cuenta que me falta un corazón derecho que dé equilibrio a ese corazón izquierdo y subversivo que late más aprisa que antes, por Helena, esa guerrillera pelirroja que hace varias lunas me roba el sueño y amenaza con volverme loco.

Después, no sé si la doctora siguió guiando la luz verde que es violeta, pero recuerdo que voluntaria o involuntariamente el punto de luz retornó al corazón y ahí se alojó. Ahí se quedó.

Si, se quedó en el único corazón que tengo y que hoy por hoy me resulta insuficiente para alojar a Helena y a tantos huéspedes que de por sí tenían un lugar en este pequeño y gastado sitio que se ve fortalecido por este alucine que llaman amor.

Ya con la luz violeta alojada en el corazón, me puse a hablar de la familia, de mi padre muerto, de mi abnegada y sufrida madre, de los tantos hijos que tengo y de los que no tuve, y sólo entonces lo que comenzó a fluir fueron lágrimas y no ideas.

Al menos por un rato, se desconectó el cerebro y el corazón comenzó a hablar. Pude, por fin, por unos minutos, dejar descansar la imagen de Helena.

Al final me di cuenta que el loco que me habita hace guiños y sonríe cuando se percata que existe un ser que creo alado, casi mítico, que en lugar de caminar parece levita, y me invade, me penetra hasta las entrañas y se aloja en forma de luz violeta, sin razones, en medio de un hormigueo que no entiendo y siento que conecta a cerebro y corazón.

Si, es ella. Es Helena.

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