DestacadasDiego, el archiduque de Escobedo (segunda parte)

Diego, el archiduque de Escobedo (segunda parte)

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Texto: Soldadito Marinero.
Este trabajo es la segunda parte, encuentre la primera en este enlace: Diego, el archiduque de Escobedo (primera parte).

Pero claro que eso de que me traía loco no se lo decía a Helena, por temor a que se distanciara de mí y la perdiera a ella, y con ella, la posibilidad de seguir viendo al comandante Francisco, que a él si era real que yo lo buscaba por interés profesional.

Lo que ahora sé es cierto es que el mío inició como un amor platónico, hasta que un día, de madrugada, Helena se metió a bañar y salió envuelta en dos toallas. Una enrollando su hermosa cabellera, rojiza toda, y otra cubriéndole el cuerpo, desde arriba de los senos hasta la parte media de las piernas, delgadas pero firmes. Hermosas pues, como toda ella.

No dijo nada. Sólo vi, en la semi obscuridad, que se despojaba de esos trapos blancos y los dejaba caer al piso y así, en ropa interior, con los senos descubiertos, se metía bajo mis sábanas, blancas también; en ese hermoso bungalow de nombre Imbone, situado a orillas del mar, de ese mar cercano a Coyuca de Benitez, en la Costa Grande del estado de Guerrero.

Fue justo el día de su cumpleaños 25 que ella quiso que la poseyera, el 13 de enero del 2005, en las tranquilas playas El Carrizal, donde ese mismo mar, bravío como sólo él, se quiso tragar, engullir a Isabela, el 31 de julio del 2010, fecha en que ella pidió conocer el sitio exacto donde inició mi romance con Helena, la guerrillera pelirroja.

Como olvidarlo, si Helena iluminó la madrugada con su desnudez, y me hizo viajar por sitios inexpugnables, en medio de caricias, sudores y gritos orgiásticos que aún resuenan en medio del silencio de cada madrugada en solitario.

Por si fuera poco, desde ese 13 de enero del 2005 llevo como recuerdo imborrable un tatuaje con la imagen del Che Guevara en el pecho, a la altura del corazón, como señal inequívoca de mi amor por ella.

Sí, me tatué, y así se lo hice saber a Helena, horas después, esa misma tarde: “el ícono del Che será el símbolo de nuestra unión”, que entonces, ingenuo de mí, creí sería para siempre.

Helena no dijo nada. Calló como al momento de despojarse de las toallas, tal vez porque la marxista que es sabía que la ciencia moderna había descubierto que no se ama con el corazón sino con el cerebro, y que el enamoramiento tiene fecha de caducidad y dura nada más entre 18 meses y 4 años.

Aunque lo cierto es que nosotros, Helena y yo, burlamos esa “ley”, porque nos amamos –hablo por los dos pero por lo menos conmigo fue así— aún después de que ella me abandonó, y eso sucedió todos los días que nos vimos y que no fueron pocos, durante poco más de 5 años; sin contar, claro está los primeros 5 años en que la quise en silencio.

Es curioso pero esa misma “ley del amor”, como le llamo ahora, la conoce también Isabela, la joven terapeuta que es mi novia, y por eso sin darme explicación me llevó en julio del 2010 al Distrito Federal, al Museo Universum de la UNAM, a ver una muestra que explicaba todo eso del funcionamiento del cerebro y la oxitocina, que aún no entiendo del todo pero me pone a pensar que si es cierto que el amor dura tan poco, no debería tener descendencia con ella, porque luego me dejará o la dejaré y sucederá lo mismo que con mis hijos que ya tengo y viven lejos de mi, sin mi.

Después de la lección del amor cerebral aprendida en el DF, preferí irme a desestresar y gozar al mar con Isabela, a Ixtapa y Zihuatanejo; a disfrutar de inacabables paseos en lancha, acompañados de Santos Soto, un viejo pescador que se hizo cooperativista y que prepara los mejores ceviches de la zona, al ritmo que captura los peces a bordo de su inseparable bote de nombre “Yurani”.

Por unos cuantos pesos, Santos Soto nos llevó a la Isla de Ixtapa y a una playa conocida como Las Gatas, de aguas tranquilas y cristalinas, y me agradó que desde antes de contratar el servicio nos dijo con seguridad: “si no les gusta el paseo o los ceviches, no me paguen”.

La verdad que todo fue excelente. Me gustaron el paseo, los ceviches, las cervezas y los salados y jugosos labios de Isabela. Y su cuerpo delgado, bronceado por el sol crepuscular.

Y ahí sí, recostado en un camastro a orillas de la playa de Las Gatas, en Zihuatanejo, le respondí a Isabela las preguntas elementales de la filosofía universal: ¿Quién soy? ¿Qué hago aquí?; las mismas que leí en El mundo de Sofía.

Debo decir, en mi defensa, que lo que le conté no lo hice del todo conciente. Ella me pidió que cerrara los ojos e hiciera tres respiraciones profundas, y cuando vine a ver me encontraba en el vientre materno, en un ejercicio de esos que los especialistas llaman regresión, y que el psiquiatra Brian Weiss asegura te puede remontar a vidas pasadas.

Así, en un dos por tres, me sentí bebé y luego, en segundos me vi en mi primera infancia, a los 5 años, tragando peces diminutos, plateados pero vivos, dizque para aprender a nadar, en ese río no del todo limpio que atraviesa Yash Lum, la Tierra Verde donde nací. Sí, peces plateados pero vivos, iguales pero diferentes a los de Melquíades, el alquimista de Macondo en Cien años de soledad.

Mi vida pasó como una película ante mis ojos cerrados, revolucionada en la velocidad, y pude ubicar la separación de mis padres a los 8 años; el asesinato de una persona mientras le boleaba los zapatos, ensangrentados después, como todo él y como mi equipo de limpieza, cuando yo tenía apenas 9 años.

Me vi haciendo travesuras en la secundaria y, en 1976, a los 12 años, abandonando el pueblo para seguir el ideal de Lucio Cabañas, sin saber que había sido asesinado dos años antes, en 1974, en las cercanías de Ototal, en Guerrero.

Sí, me vi junto a un reducido grupo de amigos, subiendo a la montaña, sin armas, tiritando de frío y miedo, en un lugar distante a más de mil kilómetros de la Costa Grande. Me sentí entonces desnudo, viendo en cuclillas las luces de la ciudad que se apagaban después de tres avisos previos.

Y me vi regresando, con el temor a ser castigado por los padres que me buscaron durante tres días y tres noches, hasta aparecer debajo de la cama de la abuela Aminta Abadía, consentidora ella que en secreto me alimentó mientras permanecí oculto.

Me vi después partiendo al Distrito Federal, antes de cumplir los 15 septiembres.

Y ahí en el Distrito Federal, me vi estudiando y trabajando por ratos. Me vi ganando dinero vendiendo “gabinetes de baño” o alquilándome como probador de colchones, en una tienda que me pagaba por hacer como que dormía plácidamente para que los clientes, detrás de un cristal, se animaran a entrar a comprar.

Me vi en las casas de estudiantes de provincia que existían en la época en el DF y, oh sorpresa, encontré ahí al estudiante de arquitectura que a la postre se hizo jefe guerrillero y se dio a conocer como Emilio y más tarde como Comandante Francisco; el mismo que en el 2001 me presentó a Helena y que seguro participó también en la detención de Diego Fernández de Cevallos, en mayo del 2010.

Escuché con nitidez cuando, en un sótano de la colonia Roma le propusieron integrarse a la guerrilla y, serio como era, dijo que lo haría hasta después de entregar el título universitario a sus padres, campesinos pobres que soñaban con tener un hijo profesionista.

Me vi a los 18 años, de nuevo en el pueblo natal, felizmente enamorado de mi novia y de la vida, y me vi a los 21, entrenando para irme de nuevo a la montaña mientras cursaba la carrera universitaria, que concluí satisfactoriamente sin lograr ser aceptado en el viejo PROCUP, y por tanto sin poder graduarme de guerrillero.

Me vi trabajando como reportero; entrevistando a zapatistas en 1994 y a eperristas en 1996, y aún después, y me vi viajando por Europa en el 2001, justo el año en que conocí a Helena, la enigmática guerrillera pelirroja que me abandonó en enero del 2010, después de robarme cerebro y corazón.

Me vi en los brazos de Helena, en la madrugada del 13 de enero del 2005, en su cumpleaños 25, en el bungalow de la playa El Carrizal, en Coyuca de Benitez, y justo cuando sentí que la cara me quemaba y no precisamente por el sol de Zihuatanejo, sino por la felicidad que inundaba todo mi cuerpo, Isabela me hizo volver al presente y me hallé junto a ella, sentada junto a mi, sonriente, con la palabra amor en la punta de los labios.

Me volvió al presente, al aquí y ahora con un “te quiero” dulce que aún escucho cuando en la ciudad pongo un caracol gigante en mis oídos y oigo el zumbido de las olas del mar, de ese mar del estado de Guerrero que me ha hecho volver a creer que el amor existe y se aloja en el corazón, aunque los científicos se empeñen en demostrar que no es ahí sino en el cerebro y que éste sólo me durará entre 18 meses y 4 años más…

Mientras, el mundo gira; y Argentina despide al Diego de su selección; y el ejército mexicano acribilla lo mismo a niños inocentes que a Ignacio “Nacho” Coronel, y el Archiduque de Escobedo no aparece aún por ninguna parte, yo me dispongo a gozar con Isabela y a recitar a Jaime Sabines, el poeta chiapaneco, inmortal él, que escribió que a mi edad, la juventud sólo puede llegarme por contagio.

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