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Desde mi balcón: Crónicas de la pandemia (II)

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Por Gerardo Soriano

Mientras el locutor radiofónico anuncia una entrevista con el gobernador, a propósito del término de los 10 días del llamado al confinamiento voluntario, tuiteo: 

“El gober junior no dice que la cifra de contagiados creció más de la mitad en estos 10 días y pasó de dos mil a tres mil 394 casos, tampoco que el número de decesos también aumentó de 218 a 365. Todo un éxito su estrategia”.

Estadística cruel, le digo a mi sombra en la pared y camino a la cocina a servirme un vaso de Jack Daniels, sin dejar de pensar que estuve muy cerca de convertirme en parte de esos números colorados.

Todo comenzó con un mensaje de whats

Hola, leí y en mis labios se dibujó una sonrisa indiscreta. Hola!!!, respondí: 

“El ajetreo en la calle no me sorprendió, hace días ya no me sorprende, me espanta. A pesar de este calor de verano, la gente no dejaba de entrar y de salir del mercado, de caminar hacia Héroes de Chapultepec o hacia el Centro. ¿Dónde van con tanta rapidez, si la muerte nunca tiene prisa?”

En cuanto dejo el teléfono, voy a sacar el cubrebocas. Ella y yo quedamos de vernos para la comida. No pude evitarlo, lo siento. Voy a romper mi confinamiento. Llevo en esta jaula casi 90 días. No se puede vivir con tanto veneno, escucho cantar a Shakira en el departamento de junto. 

Después de lavar el cubrebocas de tela que compré en Mercado Libre, lo puse a secar en uno de los barandales del balcón. 

Digo, según las recomendaciones que he leído en internet, no hay que besar a otra persona en estos días y hay que dejar por lo menos metro y medio de distancia entre una persona y otra.

Después delimité el territorio para cada quien. Cuidé mucho los detalles. Un asiento en cada cabecera del comedor. A falta de vino tinto, saqué mi botella de Tobalá. Busqué la comida por internet: Pasta de camarones con crema al chipotle. 

Cuando pensé que ya tenía todo listo, me di cuenta que me faltaba lo más fundamental: Las naranjas para el mezcal.

Caminaba de la puerta al balcón y de regreso. 

¿Voy o no voy al mercado por ellas? ¿Por qué tengo miedo de ir? Solo es cruzar la calle y listo. ¿Y si me encuentro a un asintomático y me contagia? ¿Y si en el puesto nadie guarda la sana distancia?

Después de tanto tiempo sin verla, bien valía la pena correr el riesgo. 

Sintiéndome Indiana Jones, me decidí a ir por los cítricos, ¡¡esos diamantes llenos de jugo y carne conque se acompaña un mezcal!! 

Me puse el sombrero, mi cubrebocas, los guantes de cirujano, los goggles, mi gabardina y salí.

Ignoro cómo me veía, pero recuerdo a un par de jóvenes que iban de la mano carcajearse después de verme. Fue placentero escuchar unas risas tan francas en todo este tiempo. 

Don Porfirio no dejaba de verme con asombro. Soy yo, solté. ¡Qué pasó señor, se ve usted muy apuesto!, me devolvió con sorna. No le respondí y sólo le pedí dos kilos de “manzana de oro”.

Aunque mis temores de salir fueron infundados, el desastre no tardó en llegar. 

En las escaleras que comunican los departamentos de la planta baja con los de la alta, me encontré a mi vecino Andrés, quien, para variar, iba sin cubrebocas. Me saludó y cuando deletreaba la última sílaba de las buenas tardes, estornudó sonoramente, como un elefante enfermo.

Intenté hacerme hacia atrás para evitar el flush. Imaginé las miles de partículas de saliva, suspendidas entre ambos. Aquello era el auténtico Apocalipsis para mí

Aguanté la respiración y me pegué a la pared. A pesar de mi cubrebocas de triple capa, percibí su aroma a fruta podrida y miré el sudor escurrirle por el cuello y la frente y sus brazos. ¡Que no me toque!, imploré. 

Cuando me sentí a salvo y calculé que ya había pasado esa nube maligna de sus secreciones, volví a jalar aire. Fue entonces cuando sentí una hebra fría escurrir por mi frente. ¿Será saliva?, pensé.

Corrí al departamento, aventé las naranjas en el fregadero. Como pude, me quité todo y me metí a bañar. 

Justo terminaba de cambiarme cuando sonó un mensaje en el teléfono. Es ella, pensé. 

Desde la acera, me saludaba con la mano y me guiñaba un ojo. Tranquilo, tranquilo. No pasa nada, me di ánimos y le lancé las llaves.
Al entrar, fue a lavarse las manos, se quitó el cubrebocas y la pashmina morada con que se cubría la cabeza y el rostro apiñonado y los dejaba sobre el sillón. 

Cuánto tiempo, le dije. Mucho, pero a pesar de todo, aquí estoy, me respondió y nos miramos a los ojos. 

Nos preparábamos a brindar, cuando oímos que uno de los tres gobernadores más jóvenes de México anunciaba que la máxima celebración de las y los oaxaqueños se posponía para diciembre, si las condiciones lo permiten, repetía con solemnidad. 

Parece que tendremos Naviguetza, dijo ella y los dos nos empezamos a reír. 

Hacía mucho no reía con alguien. Había reído con un meme, con un pasaje de Estas ruinas que ves, al ver unas golondrinas, hasta de la gente que sale a la calle sin precaución, pero siempre solo, así que lo disfruté. 

Fue entonces que vi las uñas de ella. Traían un esmalte perfecto, de un púrpura intenso que hacía juego con sus ojos místicos, pero sus uñas eran muy largas. Los microbios y virus podrían esconderse ahí, imaginé con desasosiego.   

Ella, siempre inteligente pero muy correcta, debió notarlo cuando me preguntó si ocurría algo. No, le dije. Es que mueves mucho la pierna, observó y me di cuenta del movimiento involuntario que hacía al subir y bajar el puntapié, tanto que hasta movía la silla.

Después de comer, disertamos sobre la forma correcta de escribir la palabra COVID-19, si debía ser la COVID-19 o el COVID-19 o el Covid-19. 

Nada, mira, me explicaba, se trata de una palabra de género femenino que toma éste del término enfermedad, por tanto es la COVID-19, aunque como deriva del virus, puede usarse el COVID-19.

¿Por lo tanto?, pregunté. Yo uso mejor COVID-19, afirmó y sonrió. Aunque nunca debes usar la Covid-19, porque no es un nombre propio, sino la covid-19, terminó y bebió de su mezcal.

¿Ponemos una canción?, me preguntó y sin esperar respuesta, conectó su celular a mi bocina y empezamos a escuchar “María Elena”, con Ry Cooder y El Flaco Jiménez. 

¿Hace cuánto no bailas?, me inquirió y me tomó de la mano, sin dejarme responderle. Por reflejo, tomé mi cubrebocas y lo puse en la bolsa trasera del pantalón. 

Aunque ella me quiso abrazar para bailar mientras Cooder tocaba la guitarra acústica en la introducción de la pieza instrumental, yo daba unos pasos para atrás. Así duramos un minuto y 40 segundos, en una lucha absurda, más que en un baile; ella por armonizar nuestros cuerpos, yo por tocar retirada. 

Justo cuando El Flaco Jiménez daba las primeras notas a su acordeón, de un solo movimiento tomé mi cubrebocas y me lo puse. Ya en la mañana había tenido suficiente con el vecino. Me cuido yo y nos cuidamos todos, fue lo único que se me ocurrió decir. 

Debí darle importancia a su rostro, ya no de sorpresa.

Donde una vez miré unos ojos místicos, ahora apreciaba unos fulgurantes

Se acercó más a mí e intentó tomarme de la nuca. Obviamente yo ya no podía poner tanta resistencia, el aroma de su Carolina Herrera y los acordes cadenciosos del trombón, producían efecto en mí. 

Así que me dejé llevar, pero igual que al Ulises de Julio Torri, mi destino fue cruel, pues aunque estuve dispuesto a perderme, las sirenas no cantaron para mí. 

La noche comenzaba a gotear sobre la tarde. No pude más y la tomé entre mis brazos y la junté de espaldas a mi cuerpo. Había leído en una nota de CNN que una de las maneras de no contagiarse de COVID-19 en un encuentro amatorio, era no ver de frente a la pareja ni besarse.

No debí hacerlo. Esto es el colmo, me dijo. ¿En verdad te doy miedo?, ¿crees que te voy a contagiar? ¿Y si es al revés y me contagias tú?, además, ¿por qué me agarras así?, ¿estás loco?, me preguntaba y yo no atinaba a responder. 

Vi que tomó su pashmina y salió apresuradamente del departamento. 

Quise ir tras de ella y disculparme, pero en eso descubrí su cubrebocas en el antebrazo del sillón. Aterrado me detuve en seco. Lo siento, pero no quiero ser parte de una estadística más, alcancé a murmurar. 

Con una servilleta, tomé su cubrebocas y me asomé al balcón a buscarla, pero sólo vi a unos señores con una bolsa del pan, un matrimonio con un hijo; y el cielo gris. Seguro llovería por la noche.

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