La sembradora de agua

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El agua escasea cada vez más en los Valles Centrales de Oaxaca. Aunque las y los campesinos padecen el estiaje, el poco líquido disponible es contaminado por la minería

Texto y fotos: Aitor Sáez

Las lluvias de Oaxaca

El nanche es un árbol pequeño y torcido, un arbusto que alzó una copa amplia, un paraguas, en medio de la sabana. Su fruto dulce, unas pulposas bolitas amarillas, cautiva a los animales. También alimentan a gran parte de Centroamérica desde la época prehispánica. Se conocía como ‘el fruto de la familia’.

SAN ANTONINO CASTILLO VELASCO, OAXACA.- El machete le pasó a un palmo del estómago. Carmen Santiago Alonso estaba sentada en su cama, apoyada en la cabecera, cuando alguien clavó un cuchillo entre los tablones de la barraca mientras charlaba con otras dos jóvenes misioneras. Las compañeras de cuarto enmudecieron, congeladas como aquella noche de invierno en Santa Cruz Itundujia, uno de los pueblos más altos de Oaxaca. La espesa niebla les impidió identificar al agresor, que dejó su arma ahí incrustada y salió corriendo.

Carmen esquivó el filo para levantarse y movió su cama al centro de la habitación, pero ya no pudo conciliar el sueño.

En 1987, el frío todavía era intenso en aquella sierra. Todavía había bosques, sus encinos respiraban y atraían a las nubes que formaban una eterna neblina, agua. Carmen estaba destinada a esa modesta comunidad en una misión pastoral y se dedicó a combatir la tala inmoderada que empezaba a arrasar los montes. Etunduteujia, el nombre originario del poblado, significa en mixteco ‘colina de siete ojos de agua’. Pero, ya sólo quedan tres.

La catequista había recibido amenazas de muerte por parte del alcalde que, en una ocasión, irrumpió en la casa parroquial durante unas jornadas formativas y lanzó varios disparos al aire frente a la multitud de asistentes.

Pese al hostigamiento, Carmen decidió quedarse y persistir en su respaldo a los campesinos. Sentía una mezcla de miedo y motivación por culminar la lucha. Duró un año y medio más después del intento de homicidio hasta que se enfermó de una fuerte bronquitis.

Doña Carmen se relame al pensar en los dulces nanches amarillos, y rojos, y morados, que se comía al salir de la escuela. Recuerda aún mejor sus ramas clayudas, como en la jerga local denominan a algo resistente, fuerte, correoso. Esas varas se utilizaban tanto para amarrar los zacates o las gavillas de maíz como para corregir a azotes a los niños y niñas revoltosas.

Carmen sigue siendo muy clayuda. A sus 70 años echa el freno de mano de la pick up y se baja con el vehículo aún derrapando para enseñarme un agujero tapado por una losa de cemento: uno de los 300 pozos de captación de lluvias que ayudó a construir en los últimos quince años. El proyecto devolvió el agua a la zona de San Antonino Castillo Velasco, municipio donde su abuela y sus tías la criaron entre el campo y el trabajo doméstico. Su sombrero de paja y su falda de algodón rosada hablan de sus  raíces.

Entre febrero y marzo de cada año, la familia limpiaba los pozos para alistar la siembra. Luego, celebraban una ceremonia en que escarbaban un pequeño hoyo y depositaban un plato de comida a base de maíz, ofrendado a Cocijo, la deidad de las precipitaciones, tormentas, granizos y de las fuentes de agua terrestres. Ante ella se disculpaban por las ofensas a la tierra y le pedían una próspera cosecha, es decir, una buena temporada de lluvias.

Por ese entonces aún no existía el Día Mundial del Agua, no por casualidad decretado el 22 de marzo. Cuando se estableció la fecha, durante la Cumbre de la Tierra de 1992, el primer encuentro de la ONU sobre cuestiones climáticas, doña Carmen ya llevaba años sacrificando su vida en defensa de los derechos indígenas y por ende del medio ambiente.

—Los pueblos originarios tenemos una relación particular con la naturaleza. A la tierra la vemos como madre. La naturaleza es un ser, un ser que necesita ser apoyado, porque lo hemos destruido. Vimos que la tierra estaba débil, la tierra ya no tenía agua, la estamos explotando mucho, se está enfermando. Y para resolverlo tenemos que inyectar agua directamente a sus venas —asegura la activista sobre lo que apodaron como ‘sembrar agua’.

Los campesinos zapotecas recuperaron sus conocimientos ancestrales sobre los desniveles del terreno y los ciclos de lluvia para construir ollas y pozos de captación por donde el agua pluvial se filtra al subsuelo y recarga el manto freático.

La región de los Valles Centrales es una marronosa depresión espolvoreada de casitas que se agrupan en comunidades tales como El Vergel, La Noria… en alusión a la abundancia de agua siglos atrás, que ahora se han sumido en una sequía que azota a más de la mitad de los municipios oaxaqueños.

La escasez de agua no sólo es resultado del cambio climático, sino sobre todo de varias decisiones humanas. Por eso la ambientalista pasa muchas mañanas entrando y saliendo del ayuntamiento de San Antonino cargada de carpetas. Le interesa más lo que se cuece en esos pasillos que en el presbiterio de la iglesia anexa. Su frenesí contrasta con la parsimonia de un mundo rural acostumbrado al galope y los almuerzos copiosos. Doña Carmen se quita y pone una camisa tejana, o un chaleco deportivo, según sople la brisa, como en medio de una acalorada jornada de movilización. La conversación y las preguntas las marca ella. Igual te deja con la palabra en la boca como se alarga media hora en una explicación. Sabe lo que sí es importante por esos lares y sabe que la protección del medio ambiente es una carrera a contrarreloj.

En 2005, tras la grave sequía que asoló a todo México y golpeó especialmente a la región central, los campesinos zapotecas se vieron obligados a extraer agua a una mayor profundidad, con el doble de fuerza de bombeo, lo que disparó el uso de energía eléctrica. Las autoridades tradujeron un mayor consumo de electricidad en una mayor extracción de agua y procedieron multando a los agricultores por el volumen excedente de agua, aunque nunca fue posible medir esos niveles.

—A raíz del abuso y del desinterés del gobierno para resolver este problema de falta de agua, nos vimos en la necesidad de organizarnos —indica Carmen, impulsora de la Coordinadora de Pueblos Unidos por el Cuidado y la Defensa del Agua (Copuda), que agrupó en pocos meses a 17 comunidades de los Valles.

La producción no podía esperar en una zona donde dos tercios de su población viven en la pobreza, donde un par de sacos de hortalizas determinan el porvenir de un hogar.

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