Por: Gerardo Soriano
Entre la oscuridad, escucho el eco imperativo y cómo después cientos de miles de soldados cristalinos comienzan a invadir las calles de la Verde Antequera.
Con una fuerza inusitada arremeten contra las paredes de los edificios coloniales y las calles de viejo barro negro, donde forman riachuelos, durante esta madrugada de semáforo naranja.
Ojalá fuera que ese ataque limpiara la ciudad de esa peste que nos azota desde hace más de 100 días y que ha cobrado más de 30 mil muertos en el país, pienso mientras los ecos de ese primer grito de guerra iluminan el cielo nocturno.
En otras épocas, la música de la lluvia al caer sobre el techo hacía más placentera la noche junto al cuerpo bruno de mi compañera, más esta vez suenan notas tétricas sobre el tejado y la muerte duerme junto a mí.
La parca se esconde tras un cubrebocas y creo verla en cada persona con quien me cruzo en la calle. Unas veces sonríe bajo la cara de quienes caminan sin protección, otras veces asoma su rostro bajo bolsas de plástico o trapos con hoyos, que algunos usan como protección.
Sin embargo, nunca se había presentado tan absurdamente como estas últimas semana.
A pesar de la tecnología y las redes sociales, la tradición oral retoma fuerza. Entre la penumbra y bajo el metralleo de las gotas, recuerdo casos que me han contado:
Por ejemplo el de esa señora que murió después de que sus hijos hicieran una fiesta para festejar el regreso de los Estados Unidos de su nieto.
También el de la hija que, enferma y con diagnóstico positivo, fue a visitar a su madre, quien falleció entubada en un hospital público tres semanas después.
Cómo olvidar el de los hermanos que llevaron a su mamá diabética a un viaje por Europa, cuando las ciudades ya estaban en contingencia.
Por la ventana iluminada por el foco de la calle, veo sus rostros sonrientes, mientras comen gellato en Florencia o frente a las Cibeles de Madrid.
Al volver a México acusaron al personal médico de no atender oportunamente a su madre, a pesar de que la llevaron con la enfermedad muy avanzada.
Los truenos arrecian la acometida sobre la ciudad.
Absurda y ridícula muerte, como los amigos de mis vecinos, que sobornaron a unos médicos del IMSS para que no certificaran que su familiar había muerto por el virus y lo pudieran sepultar entre sus seres queridos. Al final de los rosarios, otros ocho se contagiaron y a los 15 días cremaron a otros cuatro.
Muerte ojeta
Entre todas las historias ninguna tan cruel y cercana como ésta:
Primero se enfermó la hija menor de los cinco familiares. Después, en un solo día, se llevaron al hospital a sus padres y a su hermano. Con diferencias de pocos días y horas murieron los tres. Su otra hermana se repone del contagio.
Esta es la primera noche en que el insomnio me vigila como un animal amenazante desde el oscuro rincón del cuarto.
Había aprendido a no temerle, sino a convivir con él: unas madrugadas leía mis novelas atrasadas, otras ocasiones veía series en el celular e incluso organicé una fiesta virtual con whisky en mano; también me salía al balcón a fumar y a contemplar la calle jorobada de Porfirio Díaz.
Pero desde que el gobierno anunció que pasamos del semáforo rojo a color naranja, con más de mil 370 casos nuevos en una semana y con 18 nuevos muertos este jueves, ¡¡me entró terror!
Así que esta madrugada, intento cambiar la música fúnebre de los chasquidos sobre el techo, por las notas rítmicas de los heptasílabos perfectamente acentuados en la primera y sexta sílabas, de los versos escritos por Vicente Garrido al vals de Macedonio Alcalá.
Entre sorbo y sorbo de mezcal y entre la música ya suave de la lluvia, yo también murmuro en memoria de mis muertos, el primer verso del poema: «Muere el sol en los montes».
¿Qué más puedo hacer, sino honrar su memoria cuidándome?
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