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Desde mi balcón: crónicas de la pandemia (V). Mi vida por una tlayuda

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Por: Gerardo Soriano

Con la primera mordida, cruje la tortilla casi tostada entre mis dientes y explotan los sabores: el salado del tasajo, con sus jugos deshebrándose y mezclándose con el agridulce de la salsa de chile morita, arropada por el aroma de los frijoles con hoja santa, luego estiro con una mano el pedazo de tlayuda para quebrar el quesillo y preparar el siguiente ataque. 

De la tira del quesillo cuelgan gotas de frijol y de salsa que caen sobre mi plato donde se desbordan los colores aromáticos de la tortilla abundante. Cuando doy la segunda mordida, el ruido que crean el tasajo, un pedazo de cecina enchilada y unas bolitas de chorizo a las brasas, desenfrena mi gula. 

El puesto de Las Casas y  Flores Magón luce como un día de fiesta: hay personas que rebasan los asientos de metal. Creo que deben de ser como las doce de la noche de un viernes cualquiera. Hay pequeños grupos de cuatro o cinco personas y algunas parejas. No falta a quien se le crucen las palabras al hablar. Soy el único que cena solo. Un vigilante perro negro olfatea el aire cenizo.

En la calle Las Casas, las tlayudas de "Los agachados". Imagen recuperada de NVINoticias.
En la calle Las Casas, las tlayudas de «Los agachados». Imagen recuperada de NVINoticias.

Cuando doy un sorbo grande a mi refresco de manzana (no bebo cocacola porque estoy a dieta y tengo los triglicéridos altos), entonces me doy cuenta que nadie lleva cubrebocas ni guarda la sana distancia, a pesar de que seguimos en semáforo naranja y de que el gober ilustre desatendió el llamado a volver al semáforo rojo. 

Un nudo se forma en mi estómago mientras mis pies parecen hundirse en el suelo. Al mismo tiempo que de lejos se oye cómo se acercan unos pasos apresurados, veo cómo la gente que come sus tlayudas se desvanece como sombras entre el vapor que emana de las brasas, acompañadas de los aullidos del perro.

Poco a poco abro los ojos entre la oscuridad del departamento. Los pasos apresurados resultan ser los toquidos desesperados en mi puerta y los aullidos del canino, mis intestinos. ¡Ah, chingá!, pienso mientras mi estómago reclama otro pedazo de tlayuda. ¡Qué pedo!, deletreo. 

Por un instante pienso en no abrir la puerta. No espero a nadie en plena pandemia, pero al escuchar mi nombre pronunciado por una voz femenina, salto del sillón. No era una voz joven. 

Pensé en mi mamá, pero no me hablaba en diminutivo ni melodiosamente, me gritaba: ¡ya cabrón, abre la puerta! En cambio, escucho la súplica: Joven, por favor, ayúdeme.

El fresco del piso laminado me termina de despabilar. Ya voy, respondo cuando prendo la luz para buscar mi cubrebocas. Por fin, cesan los golpeteos en la puerta. 

Miro por el rabillo del ojo antes de abrir completamente y me sobresalto. Dudo en sumar una careta a mi protección de la boca.

  • -Buenas noches, perdone que lo moleste joven, pero mi esposo está muy enfermo y…
  • -¿Le dio  COVID al señor Andrés?-interrumpo con el corazón en la garganta.
  • -No, no creo, no hemos salido y nos estamos cuidando.
  • -¿Entonces?
  • -Le duele mucho el pecho y en la tarde tuvo algo de diarrea.
  • -¿Tiene fiebre?
  • -No, no, hasta eso que no-, me regresa y me quedo callado, con toda la intención de cortar esa conversación, mientras mis tripas vuelven a quejarse, pero ella contraataca. Quería pedirle si por favor nos puede llevar al hospital.

No sé de dónde saca mi vecina que voy a salir de mi refugio en pleno incremento de contagios y para llevarla a ella y a su inmenso marido, ¡en mi auto al hospital! A lo más hemos conversado un par de veces cuando nos encontramos en el Sánchez Pascuas, comiendo memelas, pero nada más, pienso en ello mientras arqueo mis pestañas luego de oír la petición.

  • -Perdóneme joven, pero usted sabe que no tenemos hijos y nuestros familiares no tienen auto.
  • -¿Ya llamó a una ambulancia?
  • -Me dijeron que llegan como en una hora y no podemos esperar.
  • -¿Y un taxi?
  • .¿A esta hora?, ya casi no pasan.
  • -Pues ¿qué hora es?
  • -Casi la una de la mañana.
  • -Me da mucha pena, pero…

Ahora es ella quien no me deja terminar, con una expresión de mezcla de impotencia y de súplica en su rostro.

-Ya le toqué a dos vecinos de abajo y no me quisieron ayudar. Tienen hijos y no quieren salir a arriesgarse. Andrés tiene angina de pecho y tengo miedo de que le vaya a dar un infarto. Si no fuera una emergencia, créame que no me atrevería a molestarlo. Ayúdenos, por favor.

Pienso en los riesgos, en que debo ayudarle a Andrés a bajar las escaleras, en que casi lo debo sostener sobre mis hombros, en que iremos los tres muy juntos en mi caribe clásica y que casi casi vamos a escuchar nuestras respiraciones, en que llegando al hospital nos van a recibir enfermeros que seguro están atendiendo a pacientes con COVID-19. 

Además, tengo mucha hambre, anhelo una tlayuda. Llevo cuatro meses encerrado. 

Me negaba a ser solidario, aunque recordé los casos dramáticos de personas que mueren solas en sus casas y a las que nadie ayudó. Así que, no sé por qué, si por lástima o enfado, acepto.

-Espéreme, voy a ponerme unos tenis y la voy a buscar a su departamento.

-Gracias-, me dice mientras sonríe.

Pendejo, qué pinche necesidad, maldigo mientras me pongo unos calcetines, mis tenis y tomo las llaves del automóvil, junto con alcohol en gel y una careta que me acomodo frente al espejo, después de ponerme doble cubrebocas, regreso por mi gabardina.

Para mi sorpresa, Andrés puede caminar. El problema es bajar las escaleras. Cuelga su brazo en mis hombros, casi como si me abrazase. Jalo aire lo menos que puedo para no respirar el virus.

No percibo su olor a sudor, pero sí veo cómo le escurre por la frente y el cuello. 

Fue en el último escalón, el más alto de todos, que por el esfuerzo, a mi rollizo vecino se le escapó una estruendosa flatulencia. Ay Andrés, reprochó su señora. 

Ahora sí percibí un aroma como a yema de huevo cocido, aunque dudé si había sido Andrés o el producto de mi ayuno de horas. 

No pude evitar responder con una sonrisa a la disculpa que me ofreció el caballero, pues recordé a un par de amigos de la adolescencia, quienes después de soltar un gas, bromeaban: sorry pero no huele; no pero cómo arden los ojos, remarcaba el otro. 

Ya en el clásico, doña Fátima se acomodó en el asiento trasero, después de que me ayudó a sentar a su consorte en el del copiloto.

  • -¿Al hospital del IMSS?, le pregunto mientras arranco.
  • -No, ahí está saturado, vamos al Hospital San Lucas, en la colonia Reforma.
  • -¿Ahí no atienden enfermos de COVID?
  • -No lo sé.

-Vamos pues-, le contesté mientras ambos nos compartimos una mirada de resignación a través del retrovisor. Ella, tal vez, por haberme pedido el favor; yo por tener que llevarlos.

En el trayecto, se empezó a escuchar la canción All you need is love del cuarteto de Liverpool, del psicodélico Magical Mystery Tour. 

Las calles de la Antequera lucían vacías y los semáforos flasheaban. Reluciente y pulcra, nadie imaginaría que una pandemia las azotaba y las teñía de sangre, ante la indiferencia y escepticismo de muchas personas y la falta de tino de las autoridades para combatirla.  

  • -¿A poco le gustan los Beatles? Si eran de la época de mi papá.
  • -Sí, mi padre también los escuchaba-, le respondía mientras veía a Andrés recargado en el cristal, con estelas de dolor en su rostro.
  • -Mire, usted oyendo esa música de viejitos.

No le respondí. No quise contarle que ese disco compacto me lo había regalado mi hijo, después de sacarlo a escondidas de la casa de mi ex mujer, tras nuestra separación. 

Menos quise decirle que el disco se había quedado en el reproductor desde hacía más de quince días y que no veía a mi hijo desde diciembre. 

Había pensado visitarlos en las vacaciones de Semana Santa, pero la pandemia me lo había impedido. 

Al llegar al hospital, mi vecina se bajó del auto y fue por auxilio. Al cabo de unos minutos, volvió con un camillero y en una silla de ruedas se llevaron a Andrés, quien ya se estaba durmiendo.

  • -Sólo puedo entrar yo.
  • -Aquí espero-, le contesté mientras salía del auto y mecánicamente me quitaba la careta. 

Belisario Domínguez era una calle armónica a esa hora. De fondo se escuchaban algunos grillos. 

Esa tranquilidad me dio confianza para quitarme el cubrebocas y sentir el aire fresco de la noche llenando mis pulmones. 

En otros tiempos, hubiese fumado, en cambio me molestó que esa quietud no se tuviera en el día y que en lugar de una ciudad disciplinadamente vacía, encontrara una llena de gente y con la amenaza del virus asomando la cabeza. 

Tenía miedo de que Andrés tuviese COVID y me pudiera contagiar, aunque me tranquilizaban sus síntomas y que lo hubiesen aceptado en el hospital. Después de un rato, mi vecina salió y me vino a encontrar.

  • -Ya váyase. Andrés se va a quedar un rato. Le van a poner suero y medicamentos.
  • -¿Cómo está?
  • -Bien, no es ni COVID ni infarto.
  • -¿Entonces?
  • -Un reflujo terrible.
  • -¿Y lo del estómago?
  • -Colitis y gastritis.
  • -¿Pues qué comió?, pregunté ya casi tranquilo.
  • -Le preparé unas tlayudas. Andaba necio desde hacía mucho que las quería y yo le decía que le iban a hacer daño, que su dieta. 
  • -¿Entonces era su casa la que olía a tasajo y a chorizo? 
  • -Sí, ¿por qué?
  • -Entró el olor por mi balcón.
  • -Lo siento. Ya le he dado muchas molestias. ¿Ya estaba durmiendo?
  • -La verdad, soñaba. Me quedé dormido desde la hora de la comida.
  • – ¿Qué soñaba?
  • -Que me comía una tlayuda.
  • -Mire pues, qué cosas. Bueno, ya váyase a dormir y muchas gracias. Dios se lo pague. En verdad, gracias. En estos días, muy pocos ven por los demás.
  • -No se preocupe. Les espero. De todos modos, llevo dos meses sin poder dormir.
  • -No. No sé hasta a qué hora estaremos por acá. Gracias. En verdad, agradezco su gesto.

*-*-*

Fueron unos golpes en la puerta los que me despertaron al otro día y una voz que ahora reconocía familiar. 

-Ya voy, solté bostezando mientras iba por el cubrebocas.

-Le traigo esto, de mi parte y de Andrés. Llegamos antes del amanecer. En cuanto despertó, mi gordito me pidió que le convidara una tlayuda, porque él ya no va a poder comer más en un buen tiempo-. 

Entonces, me ofreció un enorme plato, cubierto con una servilleta. -Lavé muy bien el traste y la servilleta está limpia-, me dijo al ver mi mirada de terror.  

  • -¿Cómo sigue?
  • -Estoy preocupada porque la fiebre le volvió-, relató dibujando una sonrisa pícara.

El corazón se me aceleró y sudé frío. Me he de haber puesto pálido, porque la vecina, de ojos claros y sonrisa afable, me clavó una mirada tierna.

-N’ooombre, ¿cómo cree? Relájese. Cómase pronto su tlayuda que se va a enfriar. Cuando guste, me devuelve el plato. Todo va a estar bien. No hay que buscarle la hebra al quesillo. 

Provecho-, me dijo y se dio la vuelta, con su cuerpo erguido y fuerte, a pesar de sus años. 

El sol, resplandeciente, llenaba con su luz el pasillo por donde ella caminaba.

La tlayuda olía bastante bien, empecé a salivar mientras imaginaba el jugo de la carne, la textura del quesillo, lo fresco de los frijoles con hoja santa y lo ácido de la salsa.  

Aunque fue como una ráfaga, sonreí con mucha tranquilidad.


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